Buenos Aires, 29/03/2024, edición Nº 4955
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A seis meses de la explosión en la calle Neuquén, las cinco familias aún no saben a dónde van a vivir

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(Barrio de Flores) Karina a veces abre los ojos y no sabe dónde está. También, por segundos, olvida la ubicación del botón del inodoro o de una perilla de luz. A Guillermo las manos se le tensan sin aviso. Después, tiemblan, como si hubiese absorbido un trauma y lo liberara en ese movimiento. Marisa tiene apoyada sobre su mesita de luz un frasco con medicación para dormir. Algunas noches apela a él como quien extiende la mano para agarrar unos anteojos. Sebastián evita a sus amigos y compañeros. En la oficina almuerza solo: ya no quiere dar malas noticias. A Sergio el cuerpo le recordó que los nervios dejan marca. En marzo una infección generalizada lo tuvo dos semanas internado, sin causa ni pronóstico.

Karina Palermo, Guillermo Ariza, Marisa Kantor, Sebastián Fernández Bustos y Sergio Vinocur tienen una historia en común. Antes del 10 de octubre eran vecinos. Pero una explosión dejó sus casas inhabitables y a ellos desperdigados en hogares improvisados. Aguantando la angustia. Cuando todo detonó, una contratista de Metrogas estaba cambiando caños en la vereda, en Neuquén al 2200, Flores. Hoy, en esa dirección siguen las vísceras de sus casas, abiertas desde aquel instante: las vigas desnudas, un aire acondicionado aplastado como una lata, cortinas que escapan por vidrios rotos, tela quemada colgando de perchas de metal. No hay techo. Puertas y ventanas salieron volando.

Llegamos a los seis meses y esto no es un cumplemes. Es la representación de una vergüenza. Nos explotaron la casa, no pudimos ni vamos a volver y nos siguen dando vueltas. Metrogas y su contratista juegan con nuestra desesperación”, dice Sergio. Todavía no se reincorporó en forma completa a su trabajo. Su salud sigue débil. Junto a su esposa Gladys vive en un departamento de dos ambientes y sus dos hijas en otro igual. La explosión destruyó cuatro dúplex, que irán a demolición, y dañó en forma grave una casa lindera. Desde ese día nadie volvió. Metrogas les paga a las cinco familias damnificadas el alquiler. Primero se comprometió a hacerlo hasta el 30 de abril. Luego lo amplió hasta julio.

Gladys es una sobreviviente. Los bomberos la rescataron entre pedazos de mampostería y muebles astillados. En shock, con el pelo en llamas. El estallido ocurrió cuando estaba en la planta alta de su dúplex, limpiando la habitación que comparte con su marido. Antes se había pasado la mañana y el mediodía hablando con operarios de APCO, la contratista que estaba cambiando caños en la vereda. “Hay olor a gas”; “No señora, no es de acá”; “¿Cómo no va a ser de acá?, ¿De dónde entonces?”; “No sabemos”, eran las líneas de diálogo. A las 14:17 todo explotó.

Según los informes preliminares, hubo una relación directa entre el trabajo que estaban haciendo, el escape de gas y el posterior estallido. “El primer monto que ofrecieron en la mediación fue una cargada. Un desprecio hacia nosotros y el daño que causaron. El segundo siguió muy lejos y tuvo que pasar medio año para que nos ofrecieran un tercer monto, que por cansancio aceptamos”, dice Guillermo. Ni él ni las otras familias decidieron vivir a los pies de un volcán despierto. Lo que les pasó no se encuadra en una catástrofe natural, tampoco en un accidente. “No queremos ser millonarios. Nunca lo fuimos ni lo necesitamos.Queremos que nos liquiden en forma justa y que se aseguren que no vuelva a ocurrir. Sentimos que nadie controla”.

Metrogas dice que la negociación “está en instancias finales, próximas al cierre con la casi totalidad de las familias”. Y “que están arribando a acuerdos compensatorios cuyos rubros a indemnizar, incluyen hasta los costos de demolición”. Pero las familias aseguran que desde la tercera propuesta nada avanzó: “Se hacen los distraídos. Mandaron un acuerdo para que lo analicemos y ese texto no cubre todos los alcances ni gastos a los que en forma verbal se habían comprometido. No hay nada escrito, ni firmado. Y otra vez estamos en penumbras”.

Salir de tu casa y no volver a entrar; verla prenderse fuego; es un dolor que comparo con una muerte. Ahí se fue mi historia, mi esfuerzo”, agrega Karina. En estos seis meses atravesó cinco mudanzas, entre habitaciones de hotel y departamentos minúsculos. Vive rodeada de cajas y valijas. “Eso lo podés hacer una vez y después te instalás. Pero no cinco. Es demasiado. Me destruye”. Entre tantos domicilios temporarios, a veces se desorienta y dice que no sabe cómo procesar la injusticia. “Ninguno de nosotros construyó un camino para que esto pasara. Nuestra instalación estaba perfecta, los impuestos pagos. Y encima Metrogas y APCO quieren cansarnos. Nos dejaron sin casa, nos pusieron la vida en suspenso y siguen insistiendo con numeritos que sólo les convienen a ellos”.

El costo se siente en los cuerpos de cada uno de los integrantes de las familias. En especial, por las noches. “Ir a las mediaciones, salir en los medios, exponernos una y otra vez a peritajes, pelear por lo que nos corresponde no es gratuito. Son momentos muy grandes de estrés que a la noche te pasan factura”, dice Marisa. El 10 de octubre estaba en su escritorio cuando la medianera, que separa su casa de los dúplex, cayó y los pedazos de las viviendas de sus vecinos volaron y cubrieron su patio. Sola, entre llamas y cascotes, salió. Su casa es la única que puede volver a ser habitada. Pero ni siquiera eso le garantizó una solución: recién en enero empezaron a retirarle los escombros y, seis meses más tarde, sigue apretada, junto a su marido, dos hijos chicos y un perro, en un departamento alquilado de dos habitaciones y un living mínimo. La obra de reconstrucción de su vivienda no tiene fecha de cierre. “Esto se llevó mucha de nuestra salud. Es un monotema que no dejamos atrás. Yo tengo al lado de mi cama la medicación. Muchas veces sólo la pastilla me ayuda a dormir”.

Pasó la explosión. Se acumularon los meses y quedó de las casas el esqueleto en ruinas. La imagen de posguerra barrial se fue asentando a la par de la bronca de Sebastián. “Siento que nos humillaron. Nos hicieron pasar por la mediación y todavía no hay una solución seria. Todo fue poner la cara, contar otra vez nuestra historia y lo que perdimos. ¿Para qué? Para soportar que los abogados y los representantes de las aseguradoras miraran el reloj mientras hablaba o me preguntaran si ya había terminado para irse”, dice. Antes había sido el más conciliador, un sostén para su mamá y su hermano, con quienes compartía la vivienda: pocos días después de la explosión murió su abuela materna. Pero dice que se hartó de adaptarse. “Ellos te piden colaboración y no tendría que ser así. No le debemos nada a Metrogas. No hay ningún porcentaje en el que la responsabilidad haya sido nuestra”.

No sólo fue perder la casa. Sebastián tiene 25 años, a sus 18 murió su papá. “No se paran a pensar que perdí videos de mi viejo, con la voz de él, con sus movimientos. No lo entienden, no les importa y, arriba de todo, le ponen un precio a mi vida, a mi pasado, a mis recuerdos”. Y le habla a Metrogas: “Acá la solución es un resarcimiento que corresponda y listo. Déjennos seguir en paz, como lo hacíamos hasta el 10 de octubre a las 14”. Antes del estallido. NR

 

Fuente consultada: Clarín

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