“Cartas marcadas” es la primera novela de Alejandro Dolina. Un cabaret del barrio de Flores es el escenario indecente de personajes e historias inolvidables. Tiene 108 capítulos, el resultado que da sumar dos barajas francesas.
Escribe Emanuel Rodríguez
No existe una cura para la melancolía. Uno puede esperar a que pase, u optar por la estrategia de Alejandro Dolina: explorarla, regodearse con elegancia en sus profundidades. Cartas marcadas es la primera novela de Dolina, el menos ambicioso de sus libros y el mejor de su producción literaria, el destilado de una estética que supo ser barroca, sentimentalista y marechaliana en las Crónicas del Ángel Gris y que ahora aparece como un perfeccionamiento, una apuesta más sutil y al mismo tiempo más violenta y sexual. Es como si la quimera del hombre sensible hubiera pasado ya por el conflicto del choque con el mundo real y éste narrador resultante se hubiera “endurecido”, o tuviera una visión mucho menos amable del mundo.
No faltan las reflexiones sobre el desamor y las causas perdidas, ni la mitología barrial enfocada en Flores, ni los inefables Manuel Mandeb, el ruso Salzman, el músico Ives Castagnino y el poeta Jorge Allen, recurrentes temas y personajes de las Crónicas del Angel Gris, El libro del fantasma y El bar del infierno. Pero hay otro Dolina en esta novela que comienza como si se tratara de una literatura experimental por su recurso de acumulación de anécdotas aparentemente desligadas entre sí, pero que, a medida que avanzan los capítulos -108, dispuestos como si se tratara de dos mazos de naipes de baraja francesa, con comodines incluidos- revelan los hilos secretos, muchas veces violentos, que las unen. O que no las unen, también.
Su estrategia narrativa es el caos porque ese parece ser un mensaje, si lo hay o si importa, de la novela: la niebla y los asesinos seriales que la pueblan son el símbolo de un mundo en el que la moral ha sido desmentida y en el que las ideas de que los malos reciben tarde o temprano su castigo, o que la nobleza de ciertos sentimientos requiere necesariamente una respuesta o un cierre a la altura de las circunstancias, se han hecho trizas contra las veredas del barrio de Flores.
La incurabilidad de esas heridas, el ejercicio de un sexo no siempre alegre como conjuro y la vanagloria de la derrota son los cimientos de ese pesimismo encantador que encuentra en un cabaret de la calle Artigas su escenario predilecto, su indecencia rebelde.
Hay un goce triste en la lectura de Cartas marcadas, una paradoja en la que residen tanto su filosofía de la decepción como la modesta genialidad de las leyendas.