(Barrio de Flores) Viernes, a las 13. Caminar por el centro comercial textil a cielo abierto más grande de la ciudad, la zona de la avenida Avellaneda, más que una experiencia es una aventura única e irrepetible.
Si bien desde la partida de los manteros clientes y vecinos pueden circular en forma más ordenada por las veredas, ahora este rincón de Flores y Floresta sufre el descontrol comercial. Un ir y venir anárquico de carritos y changos, cargados de bultos de todos los tamaños, ocupa las aceras y cruza peligrosamente por las estrechas calles transversales sin importar nada a su paso.
Se suma la multiplicación de ómnibus de doble piso y combis para tours de compras estacionados por doquier, más las decenas de camionetas y autos estacionados en doble -y, a veces, en triple- fila sobre Avellaneda, que, casi sin cesar y a cualquier hora, cargan o descargan mercaderías. La basura comercial (nailon de envoltorios, zunchos plásticos y recortes de descarte de telas de las fábricas de la zona) también abunda en la vía pública.
Los comerciantes admiten que, al quedar la zona liberada de vendedores ilegales, volvieron los clientes que compran al por mayor. La reactivación, que incluye la proliferación de depósitos y fábricas -algunas, según los vecinos, funcionan incluso de noche-, derivó en un lógico pero incontrolable aluvión automotor.
Por ejemplo, la angosta calle Cuenca se vuelve más estrecha aún por el estacionamiento de vehículos junto a ambos cordones. En el cruce con Bogotá se advierte una parada de colectivos tapada de vehículos, lo que obliga a los pasajeros a aguardar sobre el asfalto en el poco espacio restante entre auto y auto, con el consecuente riesgo.
“¡No, querido! No me estaciones en la rampa de discapacitados, dale…”, reprende un joven policía federal de la ciudad al conductor de pelo negro, corto y tez mate que, como si nada, intenta bajar de su flamante camioneta Kangoo bultos con remeras rojas en la intersección de Cuenca y Bacacay. Las esquinas son los lugares más preciados en las horas pico, pues son los únicos sectores que suelen estar disponibles para estacionar, siempre que no haya policías que vigilen.
A pocos metros de allí, una agente de la misma fuerza trata de persuadir a un joven rapado de que no deje su camioneta Fiorino blanca estacionada sobre la esquina. El descontrol es casi ingobernable.
Pese a los muchos uniformados de azul apostados a lo largo de Avellaneda, algunos de ellos sentados durante horas en los carros de asalto, reina el caos. Según explican, su misión sólo consiste en evitar que los manteros regresen, hasta ahora concretada con éxito.
Camuflaje
Algunos desafían la autoridad. Son una nueva especie que apareció en la zona: los manteros sobre ruedas. Venden en general pequeñas prendas, como medias, gorritos de lana o calzoncillos de conocidas marcas falsificadas, que exhiben a los clientes sobre carritos, pero ante la presencia policial las ocultan de inmediato dentro de los carros y simulan estar haciendo compras en la zona. Muchos son de origen africano y, según los comerciantes, antes estaban ligados a los manteros. También se los puede ver, muy cerca de allí, en el paso a nivel de la avenida Nazca.
Tal vez el atribulado transeúnte pueda hacer un alto, a esa hora de mediodía, para calmar su apetito y dejarse llevarse por los aromas de comidas que provienen de un improvisado quiosco instalado en la ventana de la planta baja de un casa en Bacacay y Cuenca. Allí ofrecen tentadores sándwiches de cholas: un bocadillo con trozos de cerdo asado acompañado de tomate, cebolla y lechuga. Lleva ese nombre porque originariamente sólo los vendían en La Paz las características mujeres que llevaban amplias polleras con pliegues y sombreros de bombín de paño, según explicaron. También se venden en changuitos grandes empanadas fritas de pollo. Todo tan atractivo como falto de control bromatológico.
Al retomar el paso uno debe enfrentarse a las llamadas “yeguas”, los conocidos carros de metal de dos ruedas que se empujan para llevar bultos pesados, que suelen adueñarse no sólo de las veredas sino también de las calzadas, por las que circulan sin prestar atención de lo se mueve alrededor: en las veredas pueden rasurar los talones de los desprevenidos, y en la calle, obsequiar algún raspón a los vehículos estacionados.
Otro capítulo se lo llevan los mencionados ómnibus de doble piso y combis que prestan servicios de tours de compras. La mayoría de los choferes suele dejarlos sobre las calles transversales, como Cuenca, entre Páez y Aranguren. La modalidad molesta a los comerciantes, varios de ellos de origen coreano, que padecen por horas la presencia de estos gigantes sobre ruedas que casi tapan sus vidrieras. No sólo impiden la visibilidad de los locales, sino que también provocan problemas sobre las veredas cuando los pasajeros descienden con sus pesados equipos para realizar las compras y cuando suben ya cargados de bultos.
Pero no sólo los ómnibus y combis ocupan el espacio para estacionar en la vía pública. Los comerciantes también se apropian mediante el uso de conos fluorescentes naranjas, caballetes de madera, percheros con rueditas y hasta “yeguas” volcadas sobre el asfalto para reservar lugares para la carga y descarga o simplemente dejar el auto.
Así, del polo textil se fueron los manteros, pero no el descontrol. NR