Buenos Aires, 14/10/2024, edición Nº 5154
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Juan José Sebrelli no se calla nada

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Sebreli

Filósofo urbano para algunos y best-séller de elites para otros, Juan José Sebreli se ha ganado la fama de intelectual polémico. Lo prueba en este diálogo, donde presenta su nuevo libro, un diccionario que redefine y actualiza términos políticos clave. Descree que de los cacerolazos “surja algo potable” y dispara contra los Kirchner, Binner, Chávez, Alfonsín y Perón, entre otros. Opinan, a favor y en contra, Rosendo Fraga y Pablo Alabarces.

Sebreli

Pocos escritores argentinos merecen el título de ensayista con más justicia que Juan José Sebreli. Intelectual polémico y antipopulista, supo hacer de su extensa obra, compuesta por veinticinco ensayos entre los que se cuentan los fundamentales Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) y El asedio a la modernidad (1991), una propuesta intelectual de consistencia compacta, lógica, con obsesiones evidentes: la política, la filosofía, la ciudad, la vida cotidiana, la cultura popular, la sexualidad. La suya es la mirada de un filósofo urbano, de un flâneur del ocaso, de un pensador que sigue reivindicando a Jean Paul Sartre y los espacios de socialización perdidos (el cine, el café, la calle) como aquel que recorre las cortadas de una Buenos Aires que ya no existe.

Formado en la izquierda hegeliana y marxista, a pesar de su paso por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, la mirada sebreliana se reivindica autodidacta. Es partidario de los conceptos claros y denuncia los lugares comunes y a los portavoces del sentido cristalizado y a las mentes orgánicas y mecánicas. Es el único caso de un intelectual que escribió al mismo tiempo para dos revistas literarias emblemáticas y opuestas como Sur de Victoria Ocampo y Contorno de los hermanos Ismael y David Viñas. Sebreli lo adjudica a su “sentido dialéctico” y quizá se podría agregar a su plasticidad y mirada integral de la sociedad. Mentor y parte central del llamado “primer grupo existencialista” argentino junto con Oscar Masotta y Carlos Correas, introdujo la visión sartreana en el pensamiento local.

Contrario a todo gueto, Sebreli se reivindica como un intelectual de izquierda en un sentido amplio, un socialdemócrata a la europea (especie quizá en vías de extinción) o como la expresión más izquierdista que un liberal puede tener. Su voz plantea que elegir una vida singular implica resignar a otras. El malestar de la política , que acaba de publicarse, es una caja de herramientas de categorías políticas y filósofos, con la intención de aclarar confusiones –¿qué es izquierda? ¿qué es derecha? ¿qué es ser liberal? ¿qué es ser marxista?– pero como bien marca el autor, “tampoco está excluido de estas páginas el intento de encontrar el camino hacia lo que los clásicos llamaban la buena vida”. En ese sentido, Sebreli parece ser lo que se espera de un epicúreo, alguien que encuentra la felicidad y alegría en pocas cosas. Ñ conversó con el sociólogo en su departamento en Barrio Norte, bajo la luz opaca de un día gris y lluvioso, entre los miles de libros que abarrotan su biblioteca y pinturas sobre las paredes, entre ellas, el retrato de Guillermo Roux, que ilustra la portada de El tiempo de una vida (2005), sus memorias.

¿Por qué sintió la necesidad de redefinir los términos políticos en la actualidad?

Porque en la Argentina se emplean mal. No sólo el hombre de la calle, sino el periodista o el político mismo, no tienen un concepto definido de muchos de ellos. Mi primera idea era hacer un diccionario político y luego se fue extendiendo. Una palabra clave es democracia. Cuando se le agrega un adjetivo es para decir todo lo contrario, por ejemplo, “democracia orgánica” se usa para un régimen colectivista, los regímenes estalinistas la llamaban democracia popular para describir una dictadura. El caso del fascismo es paradigmático, se dice cualquier cosa. Primero se confunde con dictadura tradicional y no tiene nada que ver. En la Argentina se dice que Videla u Onganía eran fascistas y no lo eran. Hay puntos en común, porque entre un fascismo, bonapartismo, populismo y dictadura militar los límites son borrosos, pero no son iguales. A una dictadura militar tradicional como la de Onganía o la de Videla le faltan características decisivas de un fascismo: primero no son líderes carismáticos, ni pretendían serlo, eran lo anticarismático total, y segundo, la movilización de masas. Las dictaduras son desmovilizadoras de las masas. Las calles tienen que estar desiertas. En el populismo, el fascismo y el totalitarismo, las masas tienen que estar en la calles. La dictadura tradicional quiere el silencio, en las dictaduras no tradicionales las masas tienen que gritar y aplaudir. Nadie subió en forma tan impecablemente democrática como Hitler. Primero fue primera minoría en el Congreso, después fue nombrado canciller por el presidente de la República de Weimar, y al año de estar como canciller, luego de la muerte del presidente, llamó a un plebiscito y sacó el 85% de los votos. El método democrático también sirve para destruir la democracia.

Otra inconsistencia es confundir un liberal con un conservador, pero en la Argentina es un error muy común. En el mundo anglosajón un liberal es el progresista. En la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX, lo contrapuesto al liberal era el conservador, incluso uno de los próceres que hoy reivindican los populistas como Mariano Moreno, era liberal en lo político, porque tradujo el Contrato Social de Rousseau, y era también liberal en lo económico porque escribió La Representación de los hacendados. En cambio, el movilizador de masas fue el rosismo, que fue un protofascismo, en un momento donde no existía nada parecido en Europa ni América. Fue un régimen totalitario en sentido estricto. El totalitarismo es otro concepto. Porque puede adecuarse a regímenes de izquierda o derecha. Es la desaparición de los límites entre sociedad civil y Estado. La vida cotidiana, hasta los aspectos más íntimos, como la sexualidad, es controlada y existe una ideologización de todo. El totalitarismo es un sistema muy difícil, sólo hubo pocos en sentido estricto: el nacionalsocialismo, el estalinismo, el maoísmo y el castrismo. El sujeto histórico para Hitler era el pueblo. Esa era la Nación. Tanto Stalin como Hitler despreciaron a Hegel. Carl Schmitt, jurista nazi, habló en contra de Hegel.

Hoy curiosamente Carl Schmitt es reivindicado por los populistas y la izquierda latinoamericana.

Una de las paradojas de la historia de las ideas es que dos grandes pensadores del siglo XX, Heidegger y Schmitt, luego de borrado el nazismo, conocen su momento de mayor auge. La fama mundial de Heidegger viene después de la guerra, vía el existencialismo de Sartre, en Francia, un país ocupado por los nazis. Y de Schmitt toman el estudio que hace de la guerrilla del siglo XIX.

Ernesto Laclau, uno de los teóricos políticos preferidos del gobierno actual, también retoma a Carl Schmitt, ¿cómo lee la cuestión conceptual kirchnerista?

Ante todo, y eso lo dijo con franqueza el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, Néstor Kirchner no leía nada y Cristina quizá hojeó algo, pero ninguno se dejó influir por un intelectual, sólo los usan para darse lustre. Los que difundieron a Laclau son los intelectuales de Carta Abierta. Laclau empezó a defender el populismo desde los libros de su primera etapa donde fusiona su influencia de Jorge Abelardo Ramos con el posestructuralismo que conoce en París.

En ese sentido, ¿cómo piensa usted el rol del intelectual orgánico hoy? ¿Hay posibilidad de qué surjan nuevos intelectuales libres?

Hay, pero somos sobrevivientes de otra época. Primero, el intelectual no está en su mejor momento. Es un problema mundial: el lugar del intelectual libre lo ocuparon, por un lado, los periodistas de investigación, y, por otro lado, los académicos. El periodismo a principios del siglo XX era la bohemia, la noche, no tenía prestigio, y los académicos eran los conformistas, burócratas, escribas del sistema, integrados, burgueses, eran algo gris. Ser profesor de la universidad no tenía nivel. Luego comienza a surgir de las universidades de Estados Unidos la idea de abrir las puertas a lo contracultural, y ahí se convierte en prestigioso. Sartre es el último intelectual libre: nunca pisó una Universidad, nunca tuvo un cargo público. Cuando yo escribo Buenos Aires, vida cotidiana y alienación , en 1964, que era un libro de sociología sui generis, no había salido la primera graduación de sociólogos. Todo eso no existía en la primera mitad del siglo XX en la que me formé. Yo soy una persona formada en la década del cincuenta; luego en los sesentas soy catapultado a la fama. Oscar Masotta, David Viñas, Carlos Correas, también, todos somos del cincuenta. De mi generación la mayoría se están muriendo, yo soy como un sobreviviente de Varsovia.

¿Cree que está de vuelta cierto discurso libertario, a partir de movimientos como los Indignados en España, Occupy Wall Street o acá los cacerolazos masivos?

Eso forma parte de lo que se llamó los nuevos movimientos sociales, ya lo pensó Alain Touraine. Son movimientos que se juntan por temas concretos y puntuales. En el caso del 2001, era una muchedumbre solitaria, cada uno fue por cosas diferentes. Se juntaron en un momento y luego se separaron. Yo digo siempre que es un síntoma de la dispersión total del sujeto histórico según el marxismo y del pueblo según los populistas. A Toni Negri, coautor junto a Michael Hardt de Multitud , le diría que esas multitudes no siempre están por las buenas causas; él vino en el 2001 pero no vio cómo eso se disolvió en el aire. De la consigna “que se vayan todos” el resultado fue que volvieron todos y se quedaron los peores. Yo recuerdo que las dos primeras manifestaciones de las calles públicas y espontáneas en el siglo XX fueron las multitudes de París y Berlín: festejaban la declaración de la Primera Guerra Mundial. Todos, de izquierda a derecha, clase media y alta, salieron enloquecidos. Toni Negri tendría que haber venido en 1982, hubiera visto unas multitudes mucho más entusiastas, delirantes con el dictador Galtieri. Yo no creo que de los cacerolazos surja algo potable. Muchos movimientos son antipolíticos, pero no libertarios.

Precisamente, Laclau critica los movimientos como Indignados por su inorganicidad y ultralibertarismo.

Sí, ellos quieren el pueblo con el líder carismático, tal como fue el peronismo. Ese régimen es un bonapartismo o un cesarismo plebiscitario. El primero que estudió eso fue Marx en E l 18 Brumario de Luis Bonaparte , donde analizó el régimen de Bismarck y de Napoleón III. Después Max Weber en la década del 20 le coloca el nombre de cesarismo plebiscitario. El peronismo no es algo original y único inventado en estas tierras, eso es un mito, ya era analizado en la década del 20. Hoy en América Latina hay claramente dos ejes: una línea abiertamente populista de Chávez, Evo Morales, Correa y Cristina Fernández y otra más afín a una socialdemocracia, con Dilma Rousseff en Brasil o Pepe Mujica en Uruguay. América Latina tiene la tradición de los caudillos que eran una forma de populismo bárbaro. El bonapartismo tiene algo de fascismo pero más burocrático y light, y el fascismo es un bonapartismo radicalizado. Hoy hay una cosa nueva de semidemocracia y semidictadura, eso es Chávez, por ejemplo. Es el espíritu del tiempo. Cuando surgen los populismos de la década del cincuenta había fascismos. Perón es un semifascista, porque no cierra el Congreso, pero se parece al fascismo de los primeros años: persigue al periodismo, expropia el diario La Prensa que era el Clarín de la época. Ahora el espíritu del tiempo es más democrático, entonces no pueden hacer las cosas que sí hacía Perón, el mundo ha progresado en materia de libertades.

¿En ese contexto deben entenderse medidas más liberales como la sanción de la Ley de matrimonio igualitario?

Sí, esa es una de las diferencias entre el neopopulismo de hoy y el populismo clásico: se ha desprendido de elementos decisivos como el ejército y la Iglesia y puede darse el lujo de apoyar medidas modernizantes, que no podría haber hecho Perón. Pero son tácticas, en rigor no les importa nada.

Eso nos lleva a repensar izquierdas y derechas.

A mí la derecha me considera de izquierda, y la izquierda me considera de derecha. Yo podría ser un socialdemócrata a la europea, no de acá. Acá son todos populistas. Hermes Binner, referente del Frente Amplio Progresista, no es un socialdemócrata. Hay un populismo radicalizado y uno más moderado. El radicalismo es populista, no hay vuelta de hoja. Yrigoyen fue un líder populista, Alfonsín habló del tercer movimiento histórico y Perón reivindicaba la línea con Rosas e Yrigoyen. Hay una crisis fuerte de la socialdemocracia. Los grandes líderes que yo admiro como el alemán Willy Brandt o el español Felipe González ya no existen. Acá existió hasta el 45 con el Partido Socialista de Juan B. Justo. Pero la aparición del populismo borró por completo la socialdemocracia. En Estados Unidos, el Partido Demócrata jugó un papel central, pero tiene el freno del federalismo, del Senado, los jueces, y los Estados del sur que son muy reaccionarios. Hoy Barack Obama, al que yo votaría, está muy acotado por el Senado y por un sector muy retrógado de la sociedad norteamericana.

Haciendo un recorrido por su obra, ¿considera que tiene obsesiones?

Ante todo, mi propuesta, al principio inconsciente y ahora reflexiva, era fusionar filosofía y sociología, una filosofía sociológica y una sociología filosófica. Es lo que intentó en su primera época la Escuela de Frankfurt que me entusiasmó mucho, y antes había hecho Simmel. Yo estoy con la escuela de Frankfurt de la primera época: el último Adorno es casi imposible de diferenciar de un posestructuralista, el último Horkheimer se convierte en un reaccionario total, un místico, dice unas cosas terribles, y Marcuse padece de un izquierdismo infantil o senil. Yo sigo la línea hegelo-marxista. Pero lejos de los hegelianos y los marxistas. Reivindico la línea Kant Hegel Marx y los liberales ingleses como las tradiciones de la modernidad. La base la tomo de ahí, una línea hoy completamente repudiada y abandonada. Siempre hubo tres temas que me obsesionaron: la razón (como tema filosófico), la ciudad y la vida cotidiana (como temas sociológicos).

¿Hoy cómo piensa la ciudad de Buenos Aires?

En general la cultura urbana está en decadencia en todas partes, por ejemplo en París. Todo ese París que yo conocí en la década del sesenta, con los cafés y los paseos no existe más. Se mantiene por los turistas, pero el mundo de la bohemia desapareció. Hoy se mantiene la decoración pero nada más. La decadencia es común a todas las ciudades, porque son megalópolis, y a mí me gustaban las ciudades. Ojo, no soy un nostálgico y no creo que todo tiempo pasado fue mejor, en otros aspectos vivimos mejor: las libertades que tenemos hoy son infinitamente superiores. La persecución a los homosexuales existía en París; en Inglaterra los metían presos a trabajos forzados. En materia de salud, también. Ha habido una gran revolución en la vida cotidiana en la década del sesenta que es indiscutible. Pero desaparecieron cosas que me gustaban, y que consideraba fundamentales: las salas de cine para mí eran un segundo hogar, los cafés, casi ya no existen o cierran a las ocho de la noche, y los paseos, como Florida, Lavalle o Corrientes, hoy son calles lúmpenes. Eso es lo que yo ataco, no en otros aspectos. Yo elijo vivir hoy por la libertad que tengo, no ayer.

Afirma que la cultura popular siempre le interesó, pero es muy crítico con los ídolos.

Es que esta es una sociedad muy proclive a los mitos populares y propicia una mentalidad adepta a los líderes carismáticos. Eso empieza con el culto de los próceres. Yo no estoy en contra de la cultura popular, a mí me gusta mucho el tango y el jazz, me han encantado figuras populares muchísimo, no soy un elitista para nada. Sí estoy en contra de la comercialización y de la idolatría. La radio para mí fue fundamental en mi formación musical. Con Woody Allen, por ejemplo, tenemos muchas cosas en común: los dos tenemos casi la misma edad, somos urbanos, de clase media baja, de origen inmigratorio, él de Brooklyn y yo de Constitución. Nueva York es la ciudad más parecida a Buenos Aires, cuando fui me sentí en casa. Es el cosmopolitismo lo que me atrae.

Esa también es una constante de su obra: el cosmopolitismo urbano y el internacionalismo de la izquierda, que hoy se olvida.

En ese sentido, soy un total globalizador, siempre fui muy cosmopolita. Desde chico leía novelas rusas. Estaba en contacto con el mundo a través del cine y las novelas sin haber viajado. Además, el Buenos Aires de esa época era muy cosmopolita. Luego la izquierda viró y apoyó la Guerra de Malvinas y ahora volvió a apoyar a Cristina con su discurso nacionalista. Todo eso está arraigado: no es izquierda, es nacionalismo de izquierda.

¿Cómo fue colaborar en revistas tan disímiles como Sur y Contorno?

Yo lo adjudico a mi sentido dialéctico. Viñas decía que soy ecléctico, yo digo que soy dialéctico. En El tiempo de una vida , mis memorias, le dedico un capítulo a cada una de ellas. En Sur se morían por colaborar y para mí era indiferente. Yo entré por Murena, una vez con un amigo le tocamos el timbre de su casa de Constitución para ofrecerle escribir en Existencia, una revista que teníamos, y él nos ofreció colaborar en Sur. Distaba mucho de ser un grupo compacto, eran pequeños grupos todos criticándose entre sí. Había desde comunistas hasta nacionalistas.

Siempre defendió el ensayo como género, ¿hoy también?

Era el género que me permitía la interdisciplinariedad. Hoy hay papers y después hacen un libro con todo eso. Yo reivindico el ensayo completamente. El ensayo me permitía esa libertad. Sin embargo, lo que más leí desde chico eran novelas, toda la literatura del siglo XIX y la primera mitad del XX. Las dos cosas que podría considerar como materias pendientes fueron escribir una novela y ser director de cine. Pero no hubiese sido un buen director de cine porque con los grupos me llevo mal.

Quizá tiene que ver con su crítica a los guetos y particularismos, algo que se ve en su obra.

Sí, ahí hay una contradicción fundamental: la política, por ejemplo, está presente en todos mis libros, de modo explícito, como este caso último, o implícito. La política me interesa tal vez más que la filosofía pura. Pero la militancia política me es imposible. La política activa me causa rechazo, la política teórica me apasiona. Nunca estuve afiliado a ningún partido. Tampoco tenía partidos para afiliarme. Al radicalismo y al peronismo los detesto. Tengo un rechazo a las reuniones grupales. La tarea del escritor es solitaria. Yo era un chico solitario y no tenía contacto con el mundo cultural. No me gustan las relaciones públicas. Lo único que me gusta es leer, escribir, ver cine y escuchar música. Yo hubiera podido terminar muy mal, por suerte Buenos Aires, vida cotidiana y alienación tuvo éxito. Di cursos en mi casa durante la época de la dictadura, incluidos sábados y domingos, le llamaban la Universidad de las Sombras, era una audacia total. Tengo un recuerdo muy agradable de aquello. Luego di cursos en la Academia del Sur, incluido ese bizarro al cual vino Mirtha Legrand, pero era un curso normal y silvestre. Enseñaba lo mismo que les daba a los trotskistas.

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