(Barrio de Flores) El virus corre como el viento en las villas de la Ciudad, donde aunque hoy el confinamiento no está igual que en su inicio, ya dejó una nueva normalidad.
En marzo y abril, el coronavirus estaba televisado. China, Europa, EE.UU, y luego su ingreso a algunos barrios porteños. En los geriátricos se registraron contagios entre los trabajadores. Recién ahí empezó a moverse y llegó a los pasillos de las villas, aunque no con masividad.
Las restricciones allí, al principio, eran casi totales. Fue un inédito ahogo social y económico que no había logrado ninguna crisis económica o política. Al punto que los curas villeros tuvieron que encender las alarmas en el Estado y proponer el desembarco del Ejército para auxiliarlos en la asistencia alimentaria, como ocurrió en el barrio Padre Ricciardelli, donde un grupo de efectivos del Regimiento de Infantería de Patricios llegó a fines de mayo para ayudar en la parroquia “Madre del Pueblo”, a cargo del padre Juan Isasmendi.
El cronista Lucas Schaerer recorrió distintos barrios populares del conurbano y también el del Bajo Flores, que junto a los barrios Illia, Rivadavia I y II y Charrúa suma más de 120 mil personas.
Según relata, en la ex villa 1-11-14 “los gendarmes equipados para la guerra, un total de 800 desplegados en cuatro turnos por día, parecen muchas veces ajenos a la circulación de los autos de lujo de los transas. Tampoco se frenaron las ferias de venta en la llamada avenida San Juan, una calle más ancha que un pasillo angosto, ni el cierre de comercios”.
En el Bajo Flores la red de comedores para alimentar a los desocupados forzosos se logra entre las organizaciones sociales, políticas, sindicales, parroquias y hasta vecinos de pequeños comercios. La solidaridad crece como los contagios.
También la desinfección de los pasillos. En algunos de ellos hasta se armaron carpas de esterilización en los ingresos. Los bomberos voluntarios instalados en el Bajo Flores arriman comida a las casas de los contagiados de Covid-19 y organizan las colas del comedor o de la ANSES.
“Estamos donde nadie quiere estar haciendo lo que nadie quiere hacer”, tienen como lema los bomberos voluntarios del Cuartel San José de Flores, frase que repite Javier Páez, jefe de bomberos con 30 años de experiencia y quien fundó, junto al cura Juan, el cuartel instalado en dos contenedores en desuso del gobierno porteño.
Según explica el cronista, Javier y el cura Juan notaron al inicio de la cuarentena que el traslado de contagiados al Hospital Piñero, a unas cinco cuadras de la villa, desparramaba más el coronavirus. “Unos 60 días tardaron los funcionarios en escucharlos, para luego instalar los controles sanitarios bajo las tribunas de la platea sur de los cuervos”. Pero el virus ya se había desparramado llevando al barrio de Flores al primer lugar del ranking del covid-19.
“A 100 días de confinamiento bajó la circulación de drogas en todas las villas, aunque ya hace semanas los transas volvieron con fuerza con el delivery y un aumento de precios por los riesgos. El robo a mano armada hacia afuera de las villas declinó, y en contraposición, al interior creció el “rateo”. Es una olla a presión sin muchas válvulas de escape”, escribe Schaerer, para luego finalizar: “Al pánico del contagio se suma el terror del robo. El miedo, el cansancio y el ahogo económico son la nueva normalidad villera”.
