“¿Al padre Hernán? No sé desde cuándo lo conozco… No me acuerdo de no conocerlo. Yo tengo 25, vine al barrio cuando tenía 12, y él ya estaba”. Rocío cuenta un poco su historia, un poco la de su familia, un poco la de sus vecinos y amigos y, mientras hace todo eso, toma un mate, convida un mate, toma un mate y vuelve a convidar. Y en una línea resume el devenir de una historia: “Yo a veces le digo ‘padre Hernán’ porque me quedó de esos años. Y a veces le digo ‘Hernán’ y listo. Si al final estamos hablando de la misma persona”.
De la vereda de enfrente del almacén en el que atiende junto a algunos compañeros llegan las onomatopeyas de los partidos de fútbol: pelota en el palo, un puntinazo potente, una caída brusca, un “uhhh” porque casi va adentro. Y detrás de esa cancha, el barrio: un pedacito de las 34 hectáreas del Barrio 1.11.14, en el Bajo Flores. Ahí se conocieron Rocío, sus compañeros de trabajo, y Hernán.
Hernán es Hernán Morelli, tiene 41 años, un pasado como cura en la parroquia del barrio, y un presente como compañero de Nadin y padre de los tres hijos que tienen juntos, después de que la intuición de haberse enamorado lo alejara del sacerdocio. Es, también, uno de los referentes de dos cooperativas dedicadas al trabajo en obras de construcción, una feria de abasto de frutas y verduras que funciona en Constitución, y una mutual que cuenta con 300 socios -casi todos, vecinos del barrio- y en la que a veces hay festivales, a veces hay cortes de pelo a 1.800 pesos, a veces hay juegos de mesa esparcidos por las mesas o en el piso para que se diviertan los más chicos, a veces hay manicuría, y a veces hay capacitaciones para que los más jóvenes puedan aspirar a un trabajo más calificado.
Pero para llegar a este presente todavía falta: empecemos por el principio de esta historia en la que, con o sin la investidura necesaria para oficiar una misa, la vida en comunidad es protagonista.
Hernán es el hijo menor de tres hermanos y creció en una familia de clase media, trabajadora, anclada en, dirá él, “la República de Mataderos”. Su papá rectificaba motores, su mamá era docente y él era alumno del Luján de los Patriotas, un colegio parroquial del barrio. Ese colegio, la plaza cercana y sus amigos fueron su base de operaciones durante la adolescencia. Era el final de los 90 y el principio de los 2000. “El contexto era efervescente, de cada vez más participación. En el país y también en el interior de la iglesia. El espíritu comunitario se notaba en la comunidad de nuestra parroquia y también en lo barrial”, cuenta a Infobae en una de las salas de la casa en la que funciona la mutual.
A contramano de lo que hacían muchos adolescentes de su edad, prefirió destinar la plata que podría haber sido para alquilar una casa “en barra” en la costa argentina a ahorrar, ahorrar y ahorrar, y viajar a Europa con algunos de sus amigos. Y ahí empezó, tal vez sin saberlo, a responder esa pregunta que surge al compás del fin de la escuela secundaria: “¿Y ahora qué?”.
Era el año 2000: el Papa era Juan Pablo II y era temporada de jubileo. Hernán y sus amigos visitaron las Jornadas Juveniles convocadas por la Iglesia ese año. Visitaron el Vaticano y visitaron Asís. Pasaron más de veinte años de aquel viaje pero Hernán se pone a llorar -y este será el primero de algunos llantos- apenas empieza a recordar su paso por ese pueblo italiano, al que volvió cada vez que pudo.
“Hicimos el camino de Asís. En ese momento con algunos de nuestros amigos estábamos vinculados a lo franciscano, y me emocionó verdaderamente estar ahí. La de San Francisco fue la época en la que empezó a generarse en la Iglesia una idea de trabajar por lo más pobres. En Asís se ve claramente eso: el leprosario estaba abajo de todo el pueblo, y la clase alta, arriba. Y San Francisco se fue a vivir abajo. Ver eso tan claramente fue fundante, muy movilizante para tomar la decisión de qué iba a hacer”. Lo que Hernán iba a hacer, tras su vuelta a la Argentina, era el seminario para ser cura. En 2001 ya estaba embarcado en ese objetivo.
“El seminario es una cosa que tiene un estilo de vida completamente diferente al que venís llevando hasta ese momento, sobre todo si lo empezás apenas terminás el secundario. En un principio hay algo de eso que funciona muy bien porque te da tiempo y espacio para empezar a pensar cosas que por ahí no tenés margen de pensar y sentir en el trajín de la vida”, describe Hernán. Una especie de “retirada del mundo”, define, y suma: “Vos te separás por un tiempo para volver ápidamente al servicio de la comunidad en la que te toque estar. Esa retirada es muy fuerte”.
En el predio que el Seminario Metropolitano de Buenos Aires todavía tiene en Devoto, Hernán estaba de lunes a sábado. Los domingos podía salir. En algún momento de ese proceso decidió que necesitaba irse. Dejar eso que estaba haciendo. Retirarse de la retirada. “No puedo explicarlo muy racionalmente. Yo más que nada me guío por intuiciones. Me surgen intuiciones y las sigo. Sentí que quería irme, lo hablé con el cura a cargo y le dije que me iba. Y me fui”, cuenta. Sabía, dirá enseguida, que si tenía que volver una intuición iba a guiarlo de nuevo a ese proceso. Y que si no, también iba a saberlo.
Volvió. Pero en el medio vivió un tiempo en Los Menucos, un pueblo de la meseta rionegrina que está a mitad de camino entre Las Grutas y Bariloche y que de turístico no tiene nada. Cuando llegó, orientado por un sacerdote que lo conectó con gente de allí, no conocía a nadie. Pero le hicieron lugar y, además de conocer gente, conoció de cerca una forma de organizarse: una cooperativa de hilanderas y tejedoras artesanales le iba a dejar huellas que repercuten en él hasta hoy.
El arzobispo al que tuvo que llamar para avisar que volvería a su formación como sacerdote ya casi no usa su nombre: era Jorge Mario Bergoglio. Hernán y sus amigos del colegio lo conocían desde chiquitos, porque el actual Papa, en sus años de obispo de Flores, se había acercado a la parroquia en la que estudiaban y se formaban religiosamente. “Bueno, volvé”, le dijo Bergoglio a Morelli cuando le contó que, también por intuición, retomaría su vocación.
Hubo una diferencia enorme entre la primera etapa y la segunda etapa en el seminario. “Cuando volví me permitieron ir a vivir a una parroquia”, explica Hernán. Y ahí algo de eso que había sentido en Asís empezó a encarnar. La primera parroquia por la que pasó está en Suipacha y Juncal. Por ese entonces, no estaba enrejada y algunos vecinos juntaron plata y le propusieron a Oscar Ojea, que estaba a cargo del lugar entonces y que hoy preside la Conferencia Episcopal Argentina, que con esa plata enrejaran el patio para evitar que durmieran allí personas en situación de calle.
“Él les dijo que lo iba a pensar y que les respondería. Y les respondió que con esa plata y más iba a armar un hogar en la parroquia. Eso fue fundante para mí, una forma de confirmar que hay formas muy distintas de ver e interpretar lo que pasa a tu alrededor”, se acuerda Morelli, que empezó a viajar a distintas zonas del Conurbano para colaborar en varias comunidades, y que pasó un tiempo por una parroquia de Villa Urquiza al terminar sus años en el seminario.
Era 2008 cuando lo trasladaron a la parroquia Santa María, Madre del Pueblo. Es, sobre la avenida Perito Moreno del Bajo Flores y según la describe Hernán, “la primera parroquia en suelo villero que hubo en Buenos Aires”. “En los setenta los curas formaron grupos muy activos y formaron sus comunidades. Que se construyera una parroquia quería decir que ahí iba a haber un cura viviendo ahí toda la vida. Vos podés romper todo pero la parroquia va a estar ahí”, cuenta.
Y algo de eso hubo: “La erradicación de la villa existió. En los setenta se llevaban a la gente, la tiraban por distintos lugares. Y en ese momento, los curas de acá inventaron una cooperativa de construcción de viviendas que le dio trabajo a mucha gente y empezó a construir muchos barrios. En William Morris, en San Justo. Pero esa gente ya no encontraba curas allí donde vivía, entonces venía a la misa el fin de semana al barrio, o a bautizar a sus chicos”. Ese proceso fortaleció a Santa María, Madre del Pueblo, protagonista histórica de la vida en el Barrio 1.11.14, que a partir de los 90 no paró de crecer.
Cuando Morelli llegó, Santa María, Madre del Pueblo contaba con la histórica parroquia y con una capilla dentro del barrio. En los años que pasó en esa comunidad, junto al párroco y a otro cura, todo creció: ahora tiene cinco grandes capillas en el barrio, dos jardines de infantes, una escuela primaria y una secundaria, un hogar de adultos mayores, una radio comunitaria. Además, colaboró en la organización de un club y de un centro de atención médica. “Ese proceso fue fundante, te deja marcado para el resto de tu vida”.
Lleva, al menos, otras dos marcas de esos años como cura en el Barrio 1.11.14 del Bajo Flores. “Te pasa de todo acá. Nacimientos, muertes, una mamá que te viene a buscar para que ayudes con su hijo que está pasado de rosca pero que en ese desborde reconoce la autoridad del cura, casamientos, cumpleaños de 15 tragedias familiares, un tiroteo, acompañar a alguien a parir, llevar a un pibe que se está muriendo en el auto porque el SAME no puede entrar sin la Gendarmería. Eso es moneda corriente en un barrio así”, cuenta Hernán.
Pero hubo un día que no fue moneda corriente: “El día que eligieron a Bergoglio como Papa uno de los chicos que vivía con nosotros fue a tocar la campana de la parroquia para anunciarlo y decía ‘¡yo lo conozco, yo lo conozco!’. La señora que le preparaba la comida a Bergoglio cada vez que visitaba el barrio lo conocía tanto que ya sabía lo que iba a decir cuando hablara. Haber atravesado en comunidad ese momento, sintiendo que ese Papa era alguien tan cercano, fue un privilegio. No hay otra palabra. Es histórico”. Esa es una de sus marcas.
La otra marca, hace unos siete años, torció su destino. “Yo podría haber seguido en el ministerio. Pero surgió otra intuición, como me había pasado con empezar, pausar y seguir el seminario. Me empecé a preguntar cómo quería llegar a los 40, a los 50, y empecé a sentir que quería que fuera de otra manera. Y en medio de eso había iniciado una relación con Nadin, quien hasta hoy es mi compañera. No una relación clandestina, sino que empezábamos a ver qué onda, qué pasaba, y a sentir que si eso crecía yo dejaba el ministerio y ya”. Y eso creció: “Me enamoré. Trabajábamos en la misma comunidad, ella es abogada y docente, trabajaba en un espacio de la parroquia. Y nos encontramos, y era sí o no. Y la intuición me hizo sentir que sí”.
En el brazo derecho, Hernán tiene tatuados los pies de sus mellizos de 5 años: Juan Diego y Ámbar Luz. De Clara, que nació en enero de este año, todavía no hay marcas en su piel, pero sonríe cada vez que la nombra. “En ese momento, cuando empezamos a acercarnos con quien hoy es mi compañera, yo empecé a sentir que algo respecto a mi camino en el ministerio se había cerrado. De nuevo, no fue una decisión analítica, sino una intuición”, cuenta.
No fue fácil tomar decisiones sobre esa intuición: “Es una angustia existencial total. Dejé el ministerio y me quedé en mi casa en silencio, pensando en todo lo que estaba pasando”. Para la gente que había conocido en todos esos años en el Barrio 1.11.14 no fue difícil. “Algunos me siguen diciendo ‘padre Hernán’, otros sólo Hernán. El vínculo ya estaba creado y el trabajo en comunidad iba a seguir. Nunca sentí que era un problema para ellos lo que estaba pasando en mi vida”, cuenta Morelli.
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“¿Te acordás cuando Francisco salió, en plena pandemia, a dar su homilía ante una Plaza de San Pedro vacía? Dijo ‘estamos todos en la misma barca’”, reconstruye Hernán. En su brazo izquierdo tiene tatuado el logo de “La misma barca”, la mutual que fundó junto a otros compañeros y que funciona en uno de los extremos del Barrio 1.11.14. Tiene 300 socios que, en caso de poder hacerlo, pagan una cuota de 600 pesos mensuales. “Con eso acceden a, por ejemplo, un seguro de sepelio, y hay muchas actividades que hacemos acá en el espacio de la mutual”, le cuenta a Infobae.
En el frente de esa casa está el almacén en el que trabajan Rocío y algunos de sus compañeros: las dos cooperativas de las que Morelli es uno de los referentes se dedican especialmente a las obras de construcción, pero también a traves de la mutual generan puestos de trabajo. En total, esos puestos de trabajo impactan en 72 familias. La mayoría son del barrio y casi todos se conocieron siendo parte de Santa María, Madre del Pueblo.
“La escuela de la parroquia, las capillas, todo lo construíamos con gente de acá. Obreros del barrio. Y fue así que empezamos la primera cooperativa de trabajo. La pandemia fue un impulso, porque apenas pudimos obtuvimos la autorización para poder salir a trabajar y, por ejemplo, construimos muchos espacios de aislamiento para barrios vulnerables. Salones comunitarios en distintos lugares de la Provincia”, reconstruye Hernán.
“Ahora mismo tenemos dos cooperativas funcionando y la mutual. Es una manera de generar trabajo, sobre todo trabajo joven. Apuntamos a que no sea sólo la primera experiencia de laburo, sino que también logre que ese joven pueda fortalecer sus capacidades y encontrar el lugar en el que prefiera estar”, suma. “Son jóvenes que empiezan a percibir una remuneración que es mejor de lo que esperaban y empiezan a vincularse con el mundo del trabajo a través de las cooperativas”.
El último proyecto de la organización abrió sus puertas en diciembre: se trata de una feria de abasto de frutas y verduras que funciona debajo de la autopista, en Constitución. Cada madrugada, en Bernardo de Irigoyen y Juan de Garay, ofrecen mercadería a precios más baratos que muchas de las verdulerías del barrio e impulsan que las compras sean mayoristas o comunitarias, es decir, agrupando al menos a algunas familias.
“Trabajo, alimentación y vivienda”. Así resume Hernán los tres grandes fines de las cooperativas y la mutual de las que participa. “El trabajo, en la construcción, en los almacenes, en la mutual, es uno de nuestros objetivos. Lo de la alimentación tiene que ver con que, finalmente, nosotros apuntamos a que nuestra cooperativa termine produciendo alimentos. Y respecto de la vivienda, estamos terminando de pagar un terreno en el Barrio Olímpico, de Villa Soldati. Eso es una fuente de laburo para la construcción, porque produciríamos nuestro propio edificio, y al mismo tiempo podría servir para que los pibes puedan acceder a su primera vivienda o su primer alquiler”, explica Hernán.
Cuando mira para atrás y ve ese viaje a Asís, esos años en el seminario y los que pasó en el Barrio 1.11.14 en la comunidad de su parroquia, los que pasa ahora con su compañera, sus tres hijos y las familias con las que comparte un proyecto, ve una trayectoria que, en vez de quebrarse, se sostiene en el tiempo.
“Yo miro y digo: ‘todo lo que pasó es lo mismo’. Cambia mi edad, cambiaron los contextos, cambió mi vida personal. Pero cuando vos descubrís que no podés vivir sin otra gente, que no podés vivir de otra manera que no sea construyendo una comunidad, entonces llevás una vida que tenga que ver con eso. No importa si estás dando la misa o estás construyendo una cooperativa. Hay algo en común entre las dos, y es que estás convencido de que no existe otra forma de caminar que no sea con otros”. Y entonces, como si se acordara del viaje a Asís o del día que Bergoglio se convirtió en Papa y todo el Bajo Flores festejó con sensación de localía, llora de nuevo.