Escribe Ricardo Kirschbaum
(Barrio de Flores) La esperanza que hay con la inflación no es la misma que hay con la inseguridad. Se entiende que una puede ser domesticada. Se teme que la inseguridad así como van las cosas nunca lo sea y no pare de aumentar. Es una desesperanza exasperante porque no se adivina, sino que se palpa el desconcierto no sólo de este gobierno, sino de muchos anteriores. No empezó ayer. Es la preocupación mayor que revelan las encuestas compartiendo los primeros lugares con la economía. Pero no pareciera serlo –no podemos decir que lo sea– entre las autoridades y la política. Si lo es, lo cierto es que no se ve. El conflicto entre esas dos percepciones estalló en Flores en la protesta en la comisaría que hay que leerla como lo que es: un angustioso pedido de auxilio cuando, perdiéndose vida tras vida, ya se pierde la paciencia.
La inseguridad es un problema complejo y no puede ser sólo enfrentada desde un solo costado porque hay otros -la obscena pobreza y la exclusión social- que deben atenderse. Pero lo que no puede haber es una sociedad desprotegida. El Estado debe garantizar la seguridad y los derechos de todos. Nuevos policías, más policías, gendarmes son la solución temporal. Está visto. Se satura de vigilancia un lugar, vaciando otro. Los policías que no están en connivencia con el delito se muestran desconcertados. No saben cómo actuar, si no es por puro instinto de circunstancias.
No saben si al lado, su compañero o peor, su jefe, no está del otro lado. Es una situación que, se espera, se corrija drásticamente con la nueva Policía -fusión de la Federal con la Metropolitana- desde el 1° de enero, con un nuevo jefe que llega, por lo que se sabe, sin lastres ni cuestiones ocultas. La gente pide en su gran mayoría que se aplique la ley y no sabe qué miedos tienen las autoridades para hacerlo. Las zonas liberadas no son suposición. El mal uso político de la inseguridad es otra deformación: la seguridad es responsabilidad principal de los gobiernos que no releva para nada la responsabilidad general, en especial la de la política.
En la toma de la comisaría se vieron a punteros y barrabravas tratando de imponerse a los vecinos, como subproducto de una política alineante que los alentó y alienta. Cuanto peor, mejor, aventuran. Desalienta la ineficacia: los crímenes quedan sin autor conocido y cuando es conocido no se sabe si tienen castigo y cuando se sabe el castigo no se sabe hasta cuándo. El crimen destroza a la sociedad que se destroza a sí misma con multitud de diagnósticos posibles dados como comprobados, pero sin prescripción de otra medicina que no sea el traslado de uniformados y el relevo de otros.
Los motochorros de Flores mataron a Brian, de 14 años. Otros o los mismos habían matado días antes, a siete cuadras, al médico Pascual Mallo, de 69 años. La impunidad está a la vista, indiscutible. Flores, como otros barrios, está estremecido de dolor. Y de miedo.
Ayer mataron a un joven en Mataderos. Se carece de una confianza básica: que los policías y los jueces hagan su trabajo. Y la política, con sus herramientas, ayude a enfrentar esta situación con seriedad.
Los vecinos de Flores, como lo han hecho vecinos de otros barrios, de otras provincias, de cualquier lugar de la Argentina, piden cuestiones básicas que les han prometido quienes tienen los recursos del poder. Y es un reclamo genuino y profundo. Entre tantos asuntos pendientes, nos falta un blanqueo de la ley, su aplicación civilizada y moderna. NR
Publicado en la edición impresa de Clarín