(Barrio de Flores) El sueño de “retirarse a escribir” es una constante de literatos en todas las épocas; de América, Asia, Europa, África y Oceanía. Y si se comprobara la existencia de vida más allá de la Tierra seguro sería igual. Goethe se iba a Taormina, en Sicilia, “el paraíso en la tierra” como la llamaba; Virginia Woolf viajaba a Ravello, encantador pueblo con vistas panorámicas en la Costieri Amalfitana; por estos lares, Sarmiento se instalaba en el Delta del Tigre, y así.
El estadounidense Tom Wolfe, escritor de ficción y no ficción, en su célebre prólogo a El nuevo periodismo publicado en los 60 señalaba la fantasía recurrente de los periodistas con aspiraciones literarias, de los escritores con aspiraciones periodísticas: retirarse al campo a escribir la gran novela americana.
Él proponía, entonces, hacer literatura desde la trinchera laboral; que aplicasen a su periodismo cotidiano las técnicas de ficción; que volvieran literatura sus discursos sobre lo real. Muchos años antes de aquel texto programático, ya lo habían hecho, en Argentina –y en otros lados-, desde los modernistas hasta el escritor de Flores Roberto Arlt.
En estos días circula un texto inédito en formato libro hasta ahora, hallazgo editorial de un sello independiente y de su compilador Lucas Ruppel: Aguafuertes silvestres. Arlt desde Sierra de la Ventana, (Hemisferio Derecho Ediciones). La novedad es para celebrar: podemos continuar el descubrimiento y disfrute de este autor canónico –y que Ricardo Piglia situó como una de las contracaras de dos tradiciones literarias; la de Borges, ni más ni menos, era la otra.
El volumen brinda una experiencia encantadora, coherente con el resto de su obra: despliega un audaz trabajo con el lenguaje que no oscurece los significados, sino que los profundiza; sus neologismos no expulsan a nadie: cautivan. Irónico, divertido, inteligente, impiadoso en su pintura de los otros y consigo mismo, su mirada nos devuelve a nuestros propios conflictos existenciales y sociales. ¿Quién no se sintió un inadaptado alguna vez, quién no culpó al entorno por eso?
Breve Henry Thoreau argento
Publicadas en el diario El mundo en el verano de 1930, su compilador, Rupell, rescató estas piezas de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de Buenos Aires donde las consultó en anacrónico formato microfilm; lupas arduas para detectives literarios . “Me enteré de su existencia leyendo la biografía de Arlt El escritor en el bosque de ladrillos de Sylvia Saítta, responsable de la recuperación de la producción periodística del escritor, hasta entonces marginada del centro de atención de los estudios literarios”.
En su sitio oficial de turismo la villa serrana ofrece, con el clásico tono al borde de lo empalagoso, tan característico de este tipo de género publicitario, una descripción de sí con la cual el propio Arlt hubiera coincidido en los primeros de sus 15 días allí: “Descubrir la Comarca de Sierra de la Ventana es impregnarse de un paisaje de imponderable belleza, enraizada con la historia de toda la Región. Cada espacio ofrece un rincón para descubrir un ejemplo vivo de la conjunción que la sorpresa y el disfrute le proporcionarán sin mezquindades”. Es que, por un lado, hay algo personal y espiritual en este viaje. Según se consigna en el prólogo escrito por Ruppel y el investigador Juan José Guerra, el escritor recién terminaba Los siete locos, publicada en octubre de 1929. El ritmo frenético de la corrección de aquella novela lo había dejado con dolencias y nervios. Por eso piensa una estancia de desintoxicación; en una reparación física y mental lejos del asfalto y las rutinas de encierro propias del pulido final de una edición.
Aconsejado por los dueños ingleses de la editorial Haynes, se asocia a la “Yumen”, la Asociación Cristiana de Jóvenes y parte, en tren, rumbo a las sierras. En la contratapa, el autor bahiense Mario Ortiz –en elegante critica al porteñocentrismo- señala: “Para los que habitamos Bahía Blanca, Arlt no huye sino que se acerca, viene a nuestras sierras y nos entrega una serie de textos maravillosos donde el habla porteña se cruza con nuestros paisajes conocidos y los vuelve extraños”.
Cabe interpretar el viaje, además, desde un punto de vista, si se quiere, más social, filosófico y político. En el prólogo se vincula estas aguafuertes con el rol de lo urbano en su ficción: en Los siete locos -que continúa con Los lanzallamas– el personaje Erdosain se refiere, durante la primera charla con El Buscador de Oro, a las urbes como entes enfermos. Allí pinta “la imagen desprestigiada de la ciudad como el lugar donde, por exceso de civilización, el hombre se vuelve menos hombre”.
Así, al principio, Arlt con su “oda moderna a la vida retirada” parece situarse casi en la senda de Henry David Thoreau, autor de Walden o la vida en los bosques (1854) para quien la huida hacia la naturaleza era un acto de resistencia civil. Arlt considera este periplo como un modo de refugio, de huida de la locura urbana y del tormento laboral cotidiano. Como una suerte de lucha contra la maquinaria enajenante del capitalismo, casi una afrenta al sistema. Pero hasta ahí.
Con el paso de los días muta. Se decepciona, el lugar lo aburre y la moral cristiana de la residencia lo agobia –aunque es su mirada lo que proporciona esa noción exacerbada. Y ahí se separa, como un mismo cable eléctrico, abierto y dividido en dos, del pensador estadounidense; y termina casi como contracara de Thoreau. No solo cambia su manera de apreciar la comarca sino que tensa la relación con la actividad literaria, entre el ocio y el trabajo. Arlt actúa la ambivalencia sin subrayarla, pues no lo tematiza ni cae en lo metatextual. Y al fin y al cabo no solo descansa –por lo menos un poco- sino que convierte en mercancía su producción creativa; manda las notas al diario en tiempo y forma (y, al revés de Thoreau quien corrigió por años su obra escrita en el bosque, Arlt escribe y publica enseguida).
Los muchachos saben
La también escritora de ficción y no ficción María Sonia Cristoff, en el prólogo de su compilación Pasaje a Oriente (FCE) señala que ciertos autores, en lejanas tierras orientales, aplican sus problemas políticos locales al nuevo territorio. En las Aguafuertes silvestres Arlt utiliza más bien ciertas imágenes familiares no solo para él sino para su lector modelo a quien, podemos inferir, tenía prefigurado con precisión. En Sierra las ramas de los árboles se mezclan “como en la City los trolleys de los tranvías” y la altura de las montañas se compara con la del pasaje porteño Barolo y el Güemes.
“Muchachos: ustedes saben lo que es trabajar todo el año metido en la ciudad. El tormento del ómnibus y del tranvía, las calles que refractan calor, las fachadas de las casas que parecen de hornos, todo el mundo con el cogote sudado, la “jeta” congestionada; ustedes saben lo que es la oficina, el jefe broncoso, que viene broncoso porque se peleó con la mujer”, leemos.
Arlt tiene en la cabeza a su lector de manera permanente y es de esperar que, más allá de sus experiencias y sus modos de expresar cómo se siente “realmente” en Sierra de la Ventana, la estructura dramática, del entusiasmo a la decepción, buscara interpelarlos. Cada tanto, pareciera consciente de que, si bien debe provocar divertimento y evasión, sus vacaciones podrían generar envidia. Entonces –siempre con un fino sentido del humor con el cual ni siquiera se toma en serio a sí mismo- se desliza hacia la queja mientras el relato avanza.
“Bueno, muchachos, yo quiero llevarles a ustedes que todas las mañanas me leen en el tren, en el tranvía o en el subte, un poquito de este olor de montaña, de esta emoción de montaña violeta, y azul, y rojiza, en el atardecer, mientras todas las copas de los árboles se balancean suavemente, con la suave brisa (Araca, me da por la poesía)”. Para empatizar con el laburante intercala descripciones que alimentan el deseo aspiracional de ocio, con confesiones propias de quien advierte: esto tampoco es la panacea. Sobre el final –y no es spoiler, sino un recurso que Arlt maneja de modo singular en medio del campo o en plena urbe brasileña, como en las aguafuertes cariocas- dirá sentirse “soberanamente aburrido de tanta calma” y, luego, sobre aquel territorio: “se los regalo con estación y sierras”.
Globalización anticipada en un pueblo bonaerense
Como guiño previo a los paisajes de la globalización contemporánea, describe la estación de tren con un desencanto atribuible a lo vano del viaje como descubrimiento: “Una estación como todas las estaciones del mundo: el andén, el semáforo, un vago durmiendo en un banco, un perro que es el perro del jefe, el desvío hacia un galpón de bolsas, dos ranchos de chapa de cinc, para que los moradores terminen de tostarse y luego calles de tierra”.
En precisas descripciones encontramos sus clásicas tipologías sociales entre –hacia el final- “compañeros de cautiverio” como llama a quienes se alojan con él. Pibe Laburo, que renunció al trabajo, Rosmarín, que además de tomar seis tazas de café con leche, “pertenece a los seres de naturaleza melancólica”; Brasman, que luce cara de “angelito de cornisa”, el “benemérito” señor Costa, un “caballero rubio, cabelludo, de esos que tiran la piedra y esconden la mano”.
Por último, su complicidad con los “muchachos” exhibe una masculinidad alterna entre lo simpático y el machismo más atroz, interesante en tanto elocuente sobre los parámetros naturalizados de la época. Ya desde el tren evidencia su deseo de estar con una mujer; el síntoma va acentuándose junto al tedio campestre. En un momento, por ejemplo, se mete con otro en un hotel “para ver si podíamos mirar aunque fuera un rostro de mujer”. Esta fantasía escapatoria es una buscada estrategia narrativa. Nos preguntamos, ¿logrará despertar el interés de alguna?
Su costado más hostil –aunque el tono sea humorístico- emerge, por ejemplo, durante su expedición del campamento al pueblo, cuando evalúa a las mujeres –sean “legítimas esposas” de alguien o no- por su gordura, y se comporta, cosificante, como cruel jurado de un concurso de belleza. “Lo primero que vino a nuestro encuentro fue una señora que debe pesar varios quintales” y luego otra que, en vez de quintales, “debe pesar toneladas”. Y sugiere: en cada localidad el gobierno debería “conchabar dos o tres buenas mozas” para aunque sea poderlas mirar. Quizá lo más chocante sean sus apreciaciones sobre las adolescentes: “Venía un viejo con tegobis caídos, cara broncosa y dos menores bastante competentes”, se lee al comienzo y el tópico se repite.
Aunque su objeto de deseo más intenso termina siendo la lejana Buenos Aires. Por ella expresa un amor por momentos masoquista: “Sos angustiadora, ciudad; pero más melancólico aún es el campo…la montaña, la montaña violeta y el aire diáfano”. Como bien se define en el prólogo, este delicioso pequeño volumen conjuga “intelectualismo y atorrantismo”. Y resulta, por fin, una aguafuerte porteña por omisión. Su atrapante increscendo de acidez –no podemos dejar de leer, intrigados por qué pasará- configura un testimonio universal de que, en la mayoría de los casos, al ir en busca de algo con demasiada expectativa, nada nos conforma. Porque hasta el paraíso natural más bucólico, salvaje y silvestre funciona, al mismo tiempo, e incluso a pesar del escritor que lo visite, como una fantasiosa construcción cultural. NR
Fuente consultada: infobae