Buenos Aires, 28/07/2025, edición Nº 5441
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César Aira: “La época en que vivimos solo la representamos después de muertos”

El escritor reúne once disertaciones que dio entre 1989 y 2021 en congresos y universidades de diversos países. En las páginas de su último libro, el único escritor argentino candidato al Nobel de Literatura encuentra en el ensayo digresivo una forma de expandir el pensamiento. El volumen abre con “Una educación defectuosa”, el discurso de recepcion del Premio Formentor.

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Hay que rendirse a una evidencia: tiene razón César Aira cuando dice que siempre se ha sentido incomprendido. Que nadie dio en la tecla con él. La vigencia del problema, si se piensa con ese término esta suerte de asimetría entre las interpretaciones de los lectores y las expectativas del escritor, no impide asumir nuestras limitaciones (lo inexorable del fracaso condensado en el “fracasar mejor” beckettiano), y continuar intentando dar en el blanco de una obra narrativa y ensayística en movimiento. ¿Será que la deriva, el desvío, desorganiza las categorías y ahí donde se cree definir algo en verdad se está queriendo atrapar aquello que, acaso por naturaleza, está en constante desplazamiento? Actos de presencia (Random House), que reúne once disertaciones que el escritor dio entre 1989 y 2021 en congresos y universidades de diversos países, es un libro inteligente y elegante, una distinción que surge de un Aira en “modo oral” que encuentra en el ensayo digresivo con sus chispeantes arbitrariedades una forma de expandir el pensamiento.

Presencia del ausente

No debería perderse de vista que el título de este nuevo libro de Aira destila ironía. Acto de presencia (acá en singular) suele utilizarse para referirse a alguien que acudió a una cita concreta, pero en la que permaneció muy poco tiempo. La figura de escritor que construyó tiene una potencia inaudita, casi oximorónica: Aira es el escritor argentino más presente en la literatura argentina de los últimos treinta años a través de su obra, pero es el más ausente desde una perspectiva mediática, porque no hace entrevistas con los medios de comunicación argentinos. “En la literatura, esa es mi idea, la obra se sostiene como obra porque hay un escritor-mito, un escritor que tiene su relato biográfico, y yo casi me atrevería a decir que el escritor renunciaría a tener una obra si se asegurara de tener una buena biografía, como la de Rimbaud. Claro que Rimbaud tuvo también una obra, vaya si la tuvo, ¿pero valdría tanto para nosotros si fuera la obra de un desconocido del que no supiéramos nada?”, se pregunta en “Nuestra semilla tropical”, el último texto de Actos de presencia.

El volumen abre con “Una educación defectuosa”, el discurso de recepción del Premio Formentor, que dio en Sevilla en 2021. Aira se convirtió en el cuarto escritor argentino premiado después de Jorge Luis Borges en 1961 (compartido con Samuel Beckett), Ricardo Piglia en 2015 y AlbertoManguelen2017. “Un premio tiene algo de final de partida, porque mira en una sola dirección: a lo ya hecho”, advierte en un texto que materializa el escritor-mito al puntualizar que, por una decisión que escapó a su control, tuvo una educación defectuosa en la que experimentó “una intermitencia de desapariciones, cuando lo propio de una educación adecuada era una acumulación de apariciones”. El mito de la “Educación Defectuosa” con mayúsculas lo elaboró con un verosímil biográfico que afirma que por una “manía de grandeza” quiso educarse por sus propios medios.

El recuerdo infantil, la deriva hacia el ajedrez y el recurso de reproducir las partidas de los grandes maestros de la historia del juego, es una puerta abierta que le permite merodear por el tiempo y las variaciones de un mismo sueño, cuyo argumento puede resumirse como la necesidad de llegar a tiempo o la imposibilidad de hacerlo. El escritor que no hizo otra que cosa que leer, que dedicó su vida a la traducción y a la escritura, postula que solo en la ficción se revelan los distintos planos de la realidad.

La gran Aira

Un conductor alcoholizado produjo un choque en cadena en Flores: un herido

En el ensayo sobre Norah Lange -que junto con Silvina Ocampo son las dos narradoras argentinas más destacadas en la primera mitad del siglo XX-, explicita que hasta la ternura está retratada con una “seriedad mortal” y que en su poesía se manifiesta el ejercicio juvenil de emulación de lo que hacían sus amigos, con fuerte marca borgeana. Desestimada la poesía, analiza la narrativa de la autora de Cuadernos de infancia, a la que define como “una novelista de interiores”. Aira interpreta que el acercamiento (en la figura de precursora) que se ha hecho de Lange con los autores del noveau roman francés no es muy convincente. Él prefiere lo auténticamente original de la obra de Lange, especialmente las novelas, “esos extraños meteoritos que no se parecen a nada que se estuviera escribiendo entonces”. La voz del escritor en modo ensayo prescinde de la estridencia de los imperativos y mandatos; observa, por ejemplo, que en Personas en la sala, la novela de Lange, el proyecto de la escritora está plenamente realizado y formula una hipótesis aireana. “Podría mencionarse la ley de los rendimientos decrecientes: una vez que se abre un campo nuevo, en la ciencia o en el arte, en el primer gesto se lo recorre entero, y después no queda más que el comentario o la variación”.

Pocos son los escritores argentinos que consiguen transformar sus apellidos en adjetivos (borgeano, artliano, cortazariano y saeriano, entre otros). Aireano, si se pudiera delimitar el campo, expresaría esa indómita autonomía de la invención en su narrativa y el procedimiento de la “huida hacia adelante”; pero también una preferencia por “una literatura pequeña”, “una literatura menor de excéntricos y marginales”. En la mayoría de los trabajos que integran Actos de presencia pone en práctica “la gran Aira”, que consiste en producir intervenciones orales que avanzan en espiral, que vuelven atrás sin volver, una especie de encadenamiento deleuziano, que es el modo en que escribe sus novelas. En “Mamá”, el texto más breve del libro, a partir del recuerdo de la voz de su madre en Coronel Pringles, donde el escritor nació en 1949, despliega una cautelosa cavilación sobre la crítica. Ese impulso de seguir adelante está también en “El juego de las desapariciones”, donde las caminatas matutinas y la hipótesis inicial de cómo se vería Buenos Aires si desapareciera mágicamente todo menos los árboles deriva en una agudísima reflexión sobre la pobreza y la violencia.

En la liga del Premio Nobel de Literatura

¿Será 2025 el año en que Aira gane el premio Nobel de Literatura? No hay otro escritor argentino con una obra tan sólida y una proyección internacional que le permitan jugar mano a mano “en la liga” de la Academia Sueca. En 2020 superó los cien libros publicados en diversas editoriales del país como Emecé, Beatriz Viterbo, Eloísa Cartonera o Mansalva. Hay dos “Biblioteca César Aira”: en la editorial Blatt & Ríos, en la que se destacan títulos como Yo era una mujer casada, El gran misterio y Lugones; y en Random House, que ha editado obras emblemáticas como Ema, la cautiva, Cómo me hice monja, La mendiga, Cumpleaños, El mago, Canto Castrato, Las noches de Flores, Un episodio en la vida del pintor viajero, Parménides, Las curas milagrosas del Doctor Aira, Las aventuras de Barbaverde, El congreso de literatura, El santo, El cerebro musical y En El Pensamiento, entre otras.

Las cuatro letras de su apellido suenan a principios de octubre, todos los años, cuando la rueda de candidatos al Nobel de Literatura comienza a girar. El escritor que se ha ganado la vida como traductor del inglés, francés y portugués, y que fue editor de la obra póstuma de Osvaldo Lamborghini, ganó el Premio Roger Callois (2014), el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (2016), el Premio Formentor (2021) y el Premio Finestres (2025) con En el pensamiento, una extraordinaria evocación de la infancia y de la figura paterna.

“La madrina del Punk”, la cantante y poeta estadounidense Patti Smith, es una fan declarada de la obra de Aira. En una reseña que escribió para The New York Times sobre El cerebro musical, traducido al inglés como The Musical Brain (2015), ponderó que el escritor argentino tiene una “mente improvisadora” y un “ojo cubista que ve desde todos los ángulos”. “Sus personajes, ya sean rufianes de tiras cómicas, monos, partículas subatómicas o una versión de su propia infancia, se mueven en un paisaje cambiante de situaciones inestables que trastornan nuestra existencia temporal y la hacen fantasmagórica, sin dejar de parecer cotidianas conforme se desarrolla la trama –plantea Smith-. Su enfoque natural que acepta incluso los episodios más extravagantes, suspende la incredulidad y promueve el sentido propio de desplazamiento, de liberación de la banalidad”.

Leer a Aira, en modo ensayo digresivo o como narrador de novelas de mutaciones radicales, implica sumergirse en otra lógica. Sus textos son como aguijones que se clavan en las pupilas con asociaciones impensadas, insensatas, descabelladas o ridículas, pero por la acentuación del método del escritor (“Preferiría que vieran en mí un procedimiento, como lo veo en mi amado Raymond Roussel”, postuló Aira en su ensayo “Ars narrativa”), devienen pequeños sortilegios. “La escritura manuscrita” no es la queja por la pérdida de la caligrafía; es más bien el bosquejo de un gran cambio: “la escritura manuscrita había conservado la propiedad, que venía de los albores de la civilización, de marcar la divisoria de agua entre amos y esclavos. La tipografía había democratizado solo la lectura (…) Si la belleza de un manuscrito era una belleza que se aprendía, y la caligrafía ya no se enseñaba, lo que quedaba como valor era la perfecta inteligibilidad, una transparencia que por curiosa paradoja tenía por objeto ocultar los defectos de la personalidad”.

Literatura como laboratorio

Quieren desregular el mercado inmobiliario

Como advierte en “Sobre el realismo”, la lectura de novelas es una operación temporal ambigua porque como lectoras y lectores no sabemos si estamos perdiendo o ganando el tiempo, y nunca llegamos a una conclusión definitiva al respecto. También resulta asombroso e inquietante lo escandalosamente crédulos que fueron los grandes novelistas realistas del siglo XIX: espiritismo, profecías, visiones, apariciones, curas milagrosas, enumera Aira, eran moneda corriente en Victor Hugo, Tolstói, Dostoievski, Dickens y Balzac, “al tiempo que constituían sus sólidos edificios novelísticos, cargados de realidad hasta la última cornisa, aunque siempre con un sótano sobrenatural”.

Para el autor de La luz argentina y La liebre, “la realidad siempre está amenazada por la irrealidad, y la literatura es el laboratorio donde se preparan las recetas de esta amenaza, y desde donde se lanzan los ultimátums”. Aira agrega que “el realismo, sea como sea que se lo defina, es nuestro exorcismo favorito”. De matriz borgeana, bifurca su camino: ahí donde Borges condensa y menosprecia la novela, Aira se ensancha y delira. Además, propone una lectura de los cuentos de Borges a través de “la paradoja de Aladino, la intrusión de la realidad en la magia”. Y reescribe la famosa frase del narrador de “El Sur”: “A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” por otra que considera más rigurosa y pertinente: “A los sueños les gustan las simetrías y los leves anacronismos”.

Que haya ensayos donde reflexiona sobre las obras de Norah Lange, Rubén Darío o José Mármol no supone que estos escritores formen parte de su educación sentimental, ni muchos menos que sean sus maestros. Producir por “demanda”, de la institución que lo invita a un congreso o que lo premia, no significa quedar preso de lo que exige la burocracia artística-literaria. Escribe -acaso porque no sabe o no puede hacerlo de otra manera- extremando su método. En el ensayo sobre Amalia parte de la hipótesis de que una literatura se hace nacional, y es asumida como propia por los lectores, cuando se puede hablar mal de ella, no cuando se habla bien. De entrada declara que no hay más remedio que hablar mal de la novela de Mármol porque “la intención de elogiarla choca con obstáculos casi insalvables”; en Amalia “la apropiación puede darse a expensas del cariñoso escarnio de exclusividad”, desliza como si algunas partículas radiactivas de la ironía de Borges se filtraran en la lengua aireana. La cantidad de Amalias en la vida de Mármol (Amalia Guido, Amalia Vidal, Amalia Rubio) es un juego que juega Aira, un cálculo que estira los límites del verosímil hasta alcanzar la cifra de más de 28 millones de Amalias en 54 años de vida.

La imperfección, una forma de cortesía

Un escritor siempre está compuesto de vida y obra. Aira reconoce que el novelista se entrega a la imperfección (porque todo proceso es proceso de imperfección y asimetría), hace su trabajo como mejor puede y nada más. Y recuerda que Borges coqueteó con la imperfección significativa que le da al lector la sensación de ser más inteligente que el autor, culminación de la celebrada cortesía borgeana. “Lo que nos hace preguntar si en el fondo la imperfección no será una forma de cortesía”, sugiere el escritor. “A la época en que vivimos solo la encarnamos y la representamos después de muertos, cuando nuestra persona deja de hacer obstáculo a la fusión plena de nuestra obra y nuestro tiempo”, advierte en otro texto hilvanado por cuestiones convergentes.

Hacia el final del libro se percibe un puñado de ideas que se repiten con variaciones. El escritor está explicando su experiencia constantemente y ese modelo lo dicta sus medios, sus primeros lectores, su infancia de escritor. Aira expresa que las preferencias de un escritor no siempre tienen que ver con lo que escribe y la razón de esta discrepancia la encuentra en que esas preferencias se ejercitan sobre la lectura, y la escritura está en otra dimensión, en otro registro mental. “Uno puede admirar fervientemente a Borges, pero al escribir tomará toda clase de precauciones para que no le salga parecido a Borges, o hará el ridículo”, revela el escritor que puede enfatizar con cierta malicia exquisita un adjetivo para despachar a ciertos autores como Sarmiento, a quien considera “muy sobrevalorado”.

El escritor que tempranamente intentó ser un buen discípulo de Marcel Duchamp, de quien quedó prendado cuando compró un libro que contenía una cuidada reproducción de El gran vidrio, procura mantener ese vanguardismo primigenio. “Lo nuevo es el gran ready-made en cuya fabricación se ha especializado nuestra civilización. Y si lo nuevo es un espejismo, según nos advierten esos alarmistas que nunca faltan, ¿qué importa? La experiencia del sediento que ve un oasis que no existe es real; no hay nada más real. Y es en esta experiencia donde se da el salto”. Aira es ese sediento de la literatura argentina que da el salto, un pequeño salto porque en él nada es grandilocuente, y logra encarnar una y otra vez “la huida hacia adelante”. 

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