Escribe Alan Ojeda
Usted podrá dar cuenta de lo que digo y decirme si miento. Sale a la calle, camina por la cuadra de su casa hasta llegar a la parte comercial –digamos que Rivadavia, Varela, Avellaneda – y, ni bien consigue sumarse a la marea de gente, tiene que comenzar a esquivar como si jugara a la rayuela: un pie, dos pies, un pie, un pie otra vez ¿la causa? Son múltiples. Una lona con ropa interior a la venta y sus respectivos compradores parados; a dos pasos más un paraguas con joyas y una lona con libros; en la esquina un hombre deposita su carro con frutas seca o palta: Bienvenido a la Feria de Flores.
Cuando levanta un poco la vista y cree haber superado todo, ve que está lejos de terminar. Un restaurant o café excedió el límite de mesas y sillas que se pueden poner en la vereda dejando solo un pasillo delgado como el de un PH; el kiosco de diarios se desplegó multiplicando su espacio geométricamente, tanto hacia los lados como contra el frente de los locales, de forma que mientras atraviesa esos metros usted se sienta como en un galería de papel; ni bien logra liberarse y encontrar un espacio libre, un camión baja mercadería para un supermercado y deja todas las cajas y cajones en el camino; justo al lado, una verdulería de dos por dos desplegó sus cajas en ambos lados de la vereda y el local que cobra los impuestos, de dimensiones tan reducidas como la de una garita de policía, genera una cola de varios metros que se extiende hacia derecha o izquierda, tapando el acceso a los locales y dificultando el paso. Cuando ha logrado llegar a la otra esquina y mira para atrás, notará que todo parece un teatro muy bien orquestado, un caos medido, inalterable. Todo se desarrolla con total naturalidad. Unos insultos al aire y ya está, sigue con su camino. La selva de cemento.
Sobre la avenida Avellaneda, el centro comercial a cielo abierto, la escena se repite y empeora. Eso que se puede observar sobre las calles internas o Rivadavia se multiplica exponencialmente. La cantidad de puestos en la calle ocupan cada centímetro de principio a fin la longitud de la zona comercial; los locales rebalsan de gente y bolsas de consorcio con mercadería: a los camiones que descargan donde no deben y fuera de horario se les suman los compradores mayoristas que, mientras dejan el auto en doble fila, van acomodando los bolsones en la vereda.
Esto no se trata de pagar, no pagar impuestos o robar clientela. Difícilmente quien compre ropa interior por diez pesos vaya a comprar alguna vez una prenda de mayor calidad que valga varias veces ese precio en un local. Usted seguramente se sienta demasiado irritado cada vez que tiene que esquivar los obstáculos mientras una multitud de gente, que camina absorbida por sus pensamientos, solo intenta abrirse paso a toda costa.
En las cercanías de su casa pude que le pasen cosas similares, aunque a menor escala. Un vecino dejando basura donde no debe, otro subiendo el coche a la vereda o los camiones que buscan entregar la mercadería a los supermercados chinos. De nuevo, después de tanto tiempo, todo parece normal. Le molesta, seguro insulta y se queja, pero tiene la leve sensación de que nadie se ocupará de eso que para otros parece invisible.