Era aquel Buenos Aires de malvones, de empedrado y tranvía que quitaba el sopor a los gatos subrepticios y a los amantes de zaguán. Ya afirmado Yrigoyen, la ciudad cumplía el sueño de la Generación del 80: era la gran metrópolis donde se hablaban todos los idiomas y se mezclaban todas las culturas. La ciudad era francesa, madrileña, xeneize, criolla, judía. Diarios y semanarios en cuarenta y siete idiomas. La calle Corrientes era ya una insomne terminal. Desde las azoteas de los barrios se veía el resplandor eléctrico del centro rebotando contra las nubes. Esas luces se iban atenuando a lo largo de las grandes avenidas que hilvanaban los barrios y se disolvían en el fangal del suburbio. Rivadavia, que ya era “la más larga del mundo”, más allá de Primera Junta era navegada por bamboleantes tranvías amarillos, el 2 y el 5, que pasando Caballito cruzaban Flores hasta la terminal de Liniers.
Como huyendo de la claridad del amanecer, a veces se veían dos jóvenes pasajeros volviendo del centro al barrio. Uno esmirriado, elegante, locuaz, con polainas y chambergo fino, con bastón de caña, la figura de un James Joyce expatriado; el otro, alto, desgarbado, huesudo, con un traje cruzado y trabajados zapatos negros lisos; se distinguía por un mechón caído sobre la frente como bandera de rebeldía; al hablar estrujaba un sombrero negro aludo, nada porteño, más bien un sombrero de buscador de oro. Eran Conrado Nalé Roxlo y Roberto Arlt.
Volvían discutiendo o soñando hacia ese profundo Flores de quintas, corralones y casitas baratas, que tenía algo de municipio bucólico e independiente, con aspas de molino de zinc asomando detrás de la torre de la Basílica. Sobre Rivadavia se concentraban los negocios, los cafés, los pocos cines, la confitería La Perla o la Londres. Dormirían unas pocas horas, trabajarían para sobrevivir y volverían al café donde renacerían en sus prestigios. Nalé, poeta; Arlt, incipiente novelista.
En esos tiempos, cada café era un epicentro cultural, una universitas cotidiana e intensa. Buenos Aires ya prestigiaba más la cultura y el ingenio que el exitismo. La cultura les ganaba la calle a los mercaderes y a los políticos. Entre los cafés y las redacciones, se plasmaba una gran transformación de calidad de vida, inédita en toda Iberoamérica. Había que saber de todo, de todo se hablaba: mística, historia, literatura rusa, taoísmo, Darío y Víctor Hugo, Américo Tesorieri y De Caro, Laforgue y Walt Whitman. Larreta y el gigante Lugones capitaneaban, pese a las protestas, el universo literario argentino. El psicoanálisis y el marxismo, con todas sus durezas y heterodoxias, creaban sus teologías porteñas. Nalé una vez nos dijo a un grupo de amigos escritores: “En esas mesas de café podría haber algún perverso, pero nunca un idiota”.
Arlt y Nalé eran como Narciso y Goldmundo: irreconciliables, pero inseparables. El poeta le llevaba dos años al novelista y tenía cierta seguridad mundana y una elegancia natural que fascinaban a Arlt, que acumulaba todas las desdichas de la adolescencia pobre y una infancia triste. En alguna de sus discusiones a tranvía vacío, al 5600 o al 7200 de la infinita Rivadavia, en la madrugada ya herida de claridad, Arlt le espetaba a Nalé: “¡¿Quién cree, Nalé, que va a salvar el mundo sino esa hez de rameras y de rufianes expulsados de la casa de Dios?!”. Según contaba Nalé al recordarlo, el vozarrón de Arlt, con reminiscencias germánicas, superaba el batifondo de ferretería ambulante del tranvía lanzado a su máxima de nueve puntos.
Nalé creía en la gracia, en la sonrisa como exorcismo de la pesadez humana. Creía como su maestro Lugones en el valor de cada palabra. Arlt sólo confiaba en las ideas, el diccionario le resultaba más bien una dificultad, un antipático autoritarismo neocolonial. Nalé leía a Hugo y a Samain; escribía con letra menuda en papel de hilo que le regalaba un amigo escribano. Arlt lo hacía a lápiz y sobre la aspereza del papel de estraza que correteaba para sobrevivir. Llenaba todo el espacio entre el suelo y el elástico de su modesta cama de hierro, “más de medio metro de cuentos y novelas abortadas”, según Nalé. Subestimaba las palabras, las correspondencias tenues, los efectos de sugestión. Creía en frases de ideas fuerza que iban tomando la forma de la hoz y del martillo. Arlt, a los veinte años, ya estaba seguro de tener razón. Nalé lo escuchaba y le disparaba alguna ironía; tenía un talento escéptico y como todo verdadero poeta sospechaba que el mundo y la presunta realidad bien podrían ser ilusión. Música porque sí, música vana.
Arlt se transformaba en un agresivo escritor “progre”. Pero en esencia era el “emboscado”, el insolente, el indisciplinado. Intuía estar ubicado en una dimensión distinta: la del artista. Un duende posado en el hombro se burlaba cuando repetía las ortodoxias. Cuando escribía, él, que aspiraba a la “altura” de lateros humanistas como Romain Rolland o Henri Barbusse, no podría controlar ese lenguaje bárbaro, esencialmente sarmientino, que escapaba de sus malas intenciones realistas. El lenguaje fue el octavo loco, el que redime a los otros siete y a toda su obra. En él se prueba que toda literatura termina en cuestión de creación de lenguaje.
Los dos amigos habían entrado en la gran metrópolis cosmopolita por la puerta del periodismo que en esa época, como la Universidad, era puente de promoción social. Arrancaron en La Idea de Flores y pronto llegarían a los legendarios Crítica y El Mundo. La sociedad bucólica y oligárquica descubría el mundo y la cultura a través de los diarios.
Nalé Roxlo recibe el espaldarazo de Lugones, que elogia su poemario El Grillo . Tiempos extraños: se venden dos ediciones de un libro de versos. Nalé es el Cocteau de Buenos Aires; se celebra su ingenio oral y escrito. Dirige Don Goyo y publica a su amigo Arlt. Este se casa con Clara Antinucci. Vive en pensiones de mala muerte. Nace la que será su única amiga del final: Mirta. Las lecturas de Arlt son tan salvajes como su escritura. Los quioscos y las ediciones de Tor y de Calomino serán su biblioteca de urgencia. Al amanecer termina Schopenhauer (d’après Tor: El amor , las mujeres y la muerte), o una atroz traducción de Tolstoi, paga el café frío y vuelve a su pensión de la calle Cangallo, desgarbado, arrebujado en su abrigo, con grandes trancos de cóndor geográficamente equivocado, peatón, ya sin pista para retomar vuelo.
En la década del 30, ambos amigos enfrentarán la hora de la verdad con el destino que habían elegido. Apenas en poco más de un lustro, Arlt completa el ciclo de sus novelas posteriores a El juguete rabioso : Los siete locos, Los lanzallamas y El amor brujo (probablemente, el mayor tango en prosa de la literatura argentina). El viaje al fin de la noche de Roberto Arlt quedaba cumplido. Había plasmado un universo de prostitutas filosofales y rufianes desvelados por el renacimiento social de la condición humana. Por suerte para Arlt, la roma ideología realista que precedía su voluntad de escribir y su “compromiso” fue invariablemente burlada por su duende de artista estrafalario y rabelaisiano. Arlt había sido, para todos los sectores de la fiesta o del Palacio, el guarango, el provocador.
Murió en 1942, con la misma edad del siglo y con la misma desesperación de ese año de las terribles batallas europeas. Murió del corazón, pero, como podría haber dicho espectacularmente su amigo Castelnuovo, “por abuso de abismo”. Mallea, por entonces presidente de la SADE, tuvo la valentía de decirlo, de calificar a Arlt de “novelista eminente que legaba al país algo que entraba espiritualmente en su historia”. Sin él, la literatura argentina carecería de su aporte de gravedad.
Nalé Roxlo sobrevivió a Arlt casi en 30 años, hasta 1971, hace ahora cuarenta años, pero siguen juntos e inseparables en la aventura maravillosa de Buenos Aires. El escepticismo de Nalé y su don humorístico privilegiado lo ayudaron para vivir. Había alcanzado el éxito con sus deliciosas comedias ( La cola de la sirena , Una viuda difícil ) y con su periodismo cotidiano y siempre punzante. Con sus imitaciones de estilo de la Antología apócrifa, enseñará literatura a varias generaciones, por vía de la exageración del trazo de estilo, con la sonrisa de la sabia caricatura. Fue un abuelo literario de Cortázar y éste reconoció a Nalé como un cronopio duende.
Los dos amigos murieron muy cerca de lo que ya eran en aquellas evocadas disputas en el bamboleante tranvía 5. Diferentes pero atraídos mutuamente, como sabiendo que eran dos laderas opuestas de una misma montaña (inaccesible), del misterio literario.
Ahora pertenecen a lo vivo de nuestra república literaria. Hijos dilectos de la increíble ciudad que fue capaz de cobijar tanto fervor y diferencia creadora.
Gentileza Diario La Nación
Escribe Abel Pose