Flores no es un barrio como cualquiera.
Aunque hoy se haga difícil
diferenciarlo dentro del mar de
edificios que es Buenos Aires resulta
posible todavía encontrar las huellas
de un rico pasado. De cuando era
un pueblo típico del interior, con casitas
bajas, plaza e iglesia; primera
posta para los que viajaban hacia el
oeste desde la lejana Buenos Aires.
O de cuando llegó el ferrocarril y se
consolidó como pueblo suburbano,
lugar de descanso para las ricas familias
porteñas que construyeron suntuosos
palacios, entre quintas y plantaciones.
También de cuando sus calles se fueron
poblando con casas de labrados
frentes, viajes en tranvía y sonoras
voces de italianos y españoles que llegaban
a este nuevo barrio de la creciente
Buenos Aires.
O de cuando, ya consolidado y pujante,
Flores fue el centro de actividad
para toda la zona oeste, lugar de
paseo y distracción, con comercios
de todo tipo, sofisticadas galerías, cines
de mil asientos y teatros con palcos.
Cuesta hoy imaginar como fue
Flores en otros tiempos, pero si se
observa con cuidado, se puede encontrar
buena parte de aquel pasado
todavía vivo.
Es cierto que degradado en muchos
casos. Oculto bajo capas de abandono,
desidia, ruido y smog. Pero está
ahí, esperando que lo redescubramos.
Todavía están los teatros Fénix
y Minerva, convertidos en boliches.
El cine Pueyrredón y el Flores se
conservan bastante enteros, a pesar
de los locales o el cambio de uso y el
Rivera Indarte tiene todavía su gran
fachada y el hall central.
Varios de los antiguos caserones del
siglo XIX están aún en pie mientras
que las galerías, con sus cúpulas pintadas;
el banco Nación o el Provincia
y la imponente Basílica de San José
están todavía en pleno uso, igual que
la admirable “Mansión de Flores”, el
Simplemente somos Flores
colegio Urquiza, o la desmejorada estación
de trenes.
Pero el barrio es mucho más que algunos
edificios notables. Su espíritu
está todavía en las calles arboladas, algunas
todavía con empedrado. En la
multitud de casas “chorizo” que esconden
detrás de nuevas fachadas antiguos
patios de sol y flores.
En los pasajes de las “casitas baratas”,
donde aún se puede caminar sin subirse
a la vereda. En las varias plazas
de añosos árboles o en la relación entre
vecinos, que todavía se saludan.
Porque lo que se conserva, mas allá
de los edificios de otro tiempo, es la
escala humana. Escala que se mide
porque el sol llega a la vereda en la
mayoría de las calles, la gente se conoce
entre sí y aún se puede ir a hacer
las compras al almacén.
Por eso el espíritu de Flores está todavía
vivo, a pesar de los profundos
cambios que impuso la compleja realidad
de nuestro país, y está en sus
calles y su gente. Los muchos edificios
históricos y anónimas casas
antiguas son el marco que sostiene
la identidad barrial, da sentido de
pertenencia y carácter a sus calles.
Deben valorarse y adaptarse a la vida
actual respetando sus muchas
virtudes porque son la evidencia física
de un rico pasado, del esfuerzo
de generaciones anteriores y porque
es, en definitiva, la mejor manera
de contribuir para conservar
el espíritu del barrio.