Buenos Aires, 20/11/2024, edición Nº 5191
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Vecinos Famosos

Matías Fernández Burzaco sigue sumando arte a su vida

Luego de “Formas propias”, Orsai publicó recientemente su segundo libro “Los despiertos”. Tiene 23 años y desde la excepcionalidad de su condición narra el mundo. También rapea y varias de sus canciones resaltan en YouTube

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Y de pronto, algo sucede: lo nuevo hace su aparición.

Roberto Bolaño escribió lo siguiente en su texto “Literatura + enfermedad: enfermedad”: “Escribir sobre la enfermedad, sobre todo si uno está gravemente enfermo, puede ser un suplicio. Escribir sobre la enfermedad, si uno, además de estar gravemente enfermo, es hipocondríaco, es un acto de masoquismo o de desesperación. Pero también puede ser un acto liberador.” Conviene retener estas palabras del chileno para pensar en la publicación de la crónica Formas propias. Diario de un cuerpo en guerra (Tusquets, 2021) del periodista y rapero Matías Fernández Burzaco porque significó, en muchos sentidos, el surgimiento de una voz disidente dentro del campo periodístico argentino y de las literaturas alrededor del giro autobiográfico. ¿Dónde está montada esta distinción? El posicionamiento, ese ejercicio político de la mirada que es el único combustible valioso de cualquier cronista, de Matías es claro, concreto, contundente: su cuerpo. Desde ahí observa el mundo y lo cuenta.

Su enfermedad se llama fibromatosis hialina juvenil —FHJ—, es genética y autosomática recesiva. Es decir: fabrica más colágeno de lo normal, más piel, más tejido conectivo. Solo dos personas la tienen en ArgentinaMatías Fernéndez Burzaco es uno de ellos. De ahí su singularidad extraordinaria. Cuenta en su primer libro: “Me despierto cuando el respirador se apaga, y siempre abro los ojos como si me arrancaran de un susto. Mi boca no se abre ni se cierra demasiado, así que mastico con la boca abierta y hago ruidos extraños […] No aguanto estar solo ni cinco minutos. Si necesito algo, no puedo moverme y hacerlo. Me importa mucho mi pelo. La kinesióloga dice que soy de edición limitada. Mi perro me tiró tantas veces de la silla de ruedas que ya ni se me acerca. En el pecho tengo un nódulo que parece una teta.”

¿De dónde viene una voz que narra y se maneja con la realidad de esa manera? Ahora mismo, cuenta el joven Matías Fernández Burzaco desde su casa: “Habrá que preguntarse cuándo es que uno empieza a formarse. No está resuelto, no intento interpretarlo. Las mutaciones repentinas de mi cerebro arrancaron tarde. En mi infancia no leí un pomo. Y me avergüenza. No hay nada más sagrado que la lectura, la noche y el misterio. La muerte me robó esos segundos todo el tiempo. Criarme en un hospital, en una época con poca tecnología y sin poder levantar las manos para sostener un libro tampoco ayudó. Solo leía diarios de todo el mundo y dejaba la pantalla de la compu saturada de pestañas. Un kinesiólogo me acusaba: ‘Vos abrís muchas ventanas random así amontonadas… y una porno oculta’. También relataba los partidos cuando le dábamos fuego al Winning Eleven o PES. Jugaba a tirar amagues con flow y hacía comentarios veloces. Siempre fui curioso, de preguntar todísimo y escuchar detalles a fondo; creo que escuchar tiene que ser prioridad para todas las personas. Tuve bien despiertos los sentidos de la mirada. Leía los colores del viento cuando estaba internado, creía en los ojos rayos equis. Mi mamá me leyó muchos cuentos, sí. Pero no tuve padres ni abuelos ni tatarabuelos escritores ni volcados a la lectura. Toda la vida estuve de joda: allá, acá, sumergido en los bailes del ranchaje con amigos. Mi mamá dice que las profesoras le contaban que yo aprobaba literatura lo más bien y que escribía buenos cuentos.” Tiene 23 años y acaba de aparecer su segundo libro: Los despiertos (Orsai).

Si Formas propias es el rompecabezas de una existencia que confronta contra la hegemonía de los cuerpos saludables dominantes (“una extraordinaria irrupción en el terreno trajinado y desparejo de las crónicas del yo”, dice Josefina Licitra en el prólogo), Los despiertos realiza un desplazamiento de continuidad al posar su mirada esta vez sobre quienes cuidaron a Matías: enfermeros y enfermeras que en muchos casos llevan vidas complejas e invisibles. Dice Matías: “Los despiertos no vienen de este mundo. Uno lo puede notar en sus pupilas. Son murciélagos que le dan cabezazos al empedrado.” El cronista, entonces, parece ser aquel que pone en relevancia aquello que está por afuera de los radares de las modas, los medios y los trending topics de las redes sociales. Un cronista impone una mirada, un tema, una voz. En definitiva: un cronista es un estratega que descubre pozos de petróleo donde hay desinterés, descuido, carencia de sentido y fallas en la percepción de realidades alternativas que requieren atención.

Explica Matías: “No sé por qué escribo. Ni siquiera hoy. Espero no saberlo nunca. Intuyo que porque es mi trabajo, porque es una manera de no dormirse nunca y porque hay vivencias mágicas que entraron para luego ser soltadas al espacio. Empecé cuando el miedo se puso descontrolado y me atacó fuerte. Tenía dieciocho años. Le daba unos besos al fasito cada vez que entraba y salía de la secundaria. Usaba una lapicera de tuquero. Por más que usaba un respirador de aire a presión para dormir, jamás me ahogaba. Capaz era un terrible virgen que no sabía tragar el humo, no lo sé. Pero disfrutaba mucho sentir la locura y andar con los ojos chiquitos por la calle con la silla a motor a toda velocidark. Uno de los mejores días fue cuando un profesor de la facultad (ETER) me señaló con sus pensamientos cómo enfocar una breve historia que quería contar. Ahí desperté. Dije ‘vamos por acá, hay sonidos, me encanta este orden de palabras’ y seguí con la escritura. Como en un desborde de curiosidad. En mi primer año de estudios publiqué en La Nación, Perfil, Página 12. Un año después, un maestro muy capo me propuso escribir una autobiografía. Me mandó al muere. Me envió a revisar mi cuerpo y a contar todo sin ataduras, investigar la taquicardia de mis pensamientos, la rareza de vivir en un cuerpo extremadamente turbio y aventurero, observar con detenimiento la mirada del otro. ¿Era interesante? Él dijo que sí. Josefina (Licitra) también me apoyó, me dijo que era un acto de altísima valentía. Les hice caso. Nunca quise ser periodista; sucedió. Ahora quiero estar vinculado a las preguntas eternamente.”

Estos dos libros de Matías Fernández Burzaco dialogan de una manera notable porque se vislumbra el comienzo de una obra y, a la vez —quizás lo más atractivo—, sucede algo novedoso: este tipo de material no tiene muchos antecedentes. Escribe Mariana Enríquez: “En la literatura argentina, las referencias a los cuerpos discapacitados o enfermos son muy pocas, como si esos cuerpos no fueran literarios, y en general son narrados por personas sanas, o al menos sanas de los problemas escritos.” Enríquez colaboró en la edición de Los despiertos y ahora, vía Whatsapp, cuenta: “Matías no solo es muy talentoso, también es muy abierto a las sugerencias y entiende muy bien lo que le sugerís. Y después te da más, te propone más cosas y es muy arriesgado con un tema muy complejo además. Él es muy observador y tiene una mirada muy compasiva sin ser sentimental, pero es algo que ya venía con él, yo no tuve nada que ver.”

En este sentido, para dialogar sobre su proceso creativo, dice Matías: “Cuando empiezo a rascar la sensibilidad que me rodea encuentro miles de escenarios que —al igual que mi cuerpo— no tienen copias. Salgo a la calle y once de doce personas me miran fijo. Algunas se acercan a interactuar o me dan dinero o me dibujan cruces divertidas en la frente. Flotan gestos interminables en las caras de los nenes. Los ladrones no me piden ni me roban plata: me bendicen. En el living de mi casa hay cuatro espejos grandes: jamás había frenado ahí. Bueno, en un momento aproveché, saqué la ametralladora de humor negro y jamás dejé de disparar ni de balearme. Anoté todos los asombros y los suspensos. Cuando escribí las dos primeras frases ya me di cuenta que había un libro. Unas intenciones melódicas. Toda la información sobre mi cuerpo que había rechazado toda mi vida, de pronto me empezó a interesar. Y me metí así, totalmente ciego, con información anoréxica, en un terreno jamás explorado.”

—¿Trabajar sobre tu enfermedad te hizo verte a vos mismo de otro modo? ¿Produjo cambios en vos poder terminar los libros?

—Por supuesto. Yo sabía que ya era tarde. Como dice mi amiguillo Luis Ortega: “Cuando algo nace, ya es demasiado tarde”. En Formas propias me acosté con una puta y me dolió tener que debutar con una chica que no me quisiera “de verdad’’. Pasé por un montón de estados. Tuve crisis intensas de angustia, ganas de pasear despacio con la silla motor por las vías, anduve con voces parpadeantes, con pensamientos intrusivos como “tranquilo, cuando salga el libro te vas a morir”. Estuve a la espera, con los brazos abiertos, del aluvión destructor. Mi sueño es morirme. Quiero ver qué onda, qué tal. Los ataques de pánico y adrenalina me apasionan. Lo bueno es que cambió todo el sistema de pensamientos; se reseteó. A pesar de ser periodista, me sentí un poco escritor. Muy motivado, fresco y atragantado de felicidad para salir por las veredas a buscar personajes y retratarlos. Tomé distancia de mis padres, no les mostré ningún borrador ni nada de los proyectos. Mis padres son un caño, pero el silencio me acompaña mejor. Ahora me cuidan los amigos y los enfermeros, que están en el mismo rubro del amor. También el pánico se puso bueno y me aflojó un poco el cuello. Pude dejar de perseguirme y conecté muy fuerte con las palabras. Me empoderé en el cuerpo, monstruoso y para nada genérico. ¿Ya era un hombre? No tapé ni operé ningún nódulo.

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—¿Cómo llegás a Los despiertos?

—Hace dos años me tocó un enfermero acosador. Me hacía comentarios sexuales todas las noches, ponía porno en mi tele y creía que yo era un homosexual reprimido. Un tipo copado, nacido en Brasil. Su mamá le dijo que prefería verlo muerto en vez de enterarse que era gay. En San Pablo sus compañeros lo dejaban ensangrentado boca arriba cuando salían del colegio. Se pudo escapar a Buenos Aires y cuando llegó a los dos meses la iglesia lo metió en una institución “para curarse de su desvío sexual”. Logró fugarse de nuevo, estudió y un día terminó en la puerta de mi casa, todo traumado. Yo lo escuchaba a la madrugada y una vez le propuse “a ver, escribilo vos, esto que te pasó, así como te salga”. Lo hizo. Era un texto mal escrito, repleto de puntos suspensivos y derrotista. Las grandes imágenes me las contó cara a cara. Pero me gustó que el relato estuviera situado en su voz. Entonces agarré esa historia y fui sumando otras: un enfermero que tiene su primer pacientita muerta en sus brazos, uno que tomaba merca en el baño y pedía plata, otro que agarraba mi silla y me quería entregar a las putas, otra que envenenaba y tenía fiebre porque sí. Los enfermeros son guardaespaldas siniestros. Patovicas no, que sería como ser guardia o árbitro o policía. Los despiertos son ángeles de La Matanza. Fueron violados, amenazados, abandonados, robados, denunciados, rechazados, valorados, embolsados, ultrajados, tajeados, golpeados, anestesiados, agujereados, esclavizados, secuestrados, amados, odiados, mareados, estafados, imputados, presos, drogados, señalados, acosados, ahorcados, asfixiados. ¿Por qué no homenajearlos con un libro? Son sujetos trágicos que cuidan. Me los quiero llevar de viaje cuando me muera.

—Estás rapeando y subís tus canciones a Youtube. ¿Qué lugar ocupa la música en tu vida en estos momentos y qué le aporta a tu escritura?

—Es lo principal. Lo que más intento proteger. Lo que quiero para mí. Lo que más me da libertad es ponerme a rapear con la mente en blanco y sortear el destino de las frases. Tengo 28 canciones inéditas (ya salieron tres) y un bloc de notas larguísimo con letras. Trabajo con Bruno, un productor mexicano. Está enfermo, la tiene atada. Lejos de ser solo un beatmaker o hitmaker (no nos gustan esas palabras), maneja sutilezas y me acompaña como un entrenador. Un maestro silencioso. Interviene mis letras y a veces ofrece utilizar una suya. Usa programas de la compu desde los trece, tuvo bandas de rock-punk-hardcore, está cansado de los raperos/traperos repetitivos y autorreferenciales. No entiendo por qué los traperos cantan en neutro o como si fuesen puertorriqueños y españoles si en realidad viven acá a veinte cuadras. La música se volvió muy pornográfica. Está llena de modelos. Bruno viaja hacia mi casa en tren y grabamos en mi cuarto a la tarde, cuando no viene ruido de las clases de danza que da mi mamá. Lo que hacemos no tiene género. Yo rapeo arriba de lo que escribe y samplea. Lo admiro. Ya es uno de los amigos.

Para Martín Felipe Castagnet, escritor y editor de Los despiertos, Matías es sobre todo “una voz, un dínamo del lenguaje, que a diferencia de muchos no se olvida, no puede olvidarse de su cuerpo. Su extrema juventud conjuga desparpajo con la sabiduría del que hace tiempo aprendió a observar a quienes lo rodean.” Mariana Enríquez dice que Matías le aporta mucho a la crónica actual “en el sentido de que hay mucha autoficción o memoir pero una notoria ausencia de cuerpos diferentes. Me refiero a la ausencia de cuerpos discapacitados (tal como él lo dice), cuerpos racializados, etc. Lo veo todo un poco homogéneo de cuáles son las voces que aparecen. La experiencia de Matías, por vivir en un cuerpo único, le aporta a la no ficción pero también literariamente porque si revisás la literatura argentina los cuerpos diferentes son más bien escasos.”

—¿Hasta dónde te gustaría llegar, qué te gustaría lograr?

—Quiero publicar muchos libros, los que estoy escribiendo ahora son más de poesía. También darles vidas visuales a todas mis canciones, que son diferentes entre sí. Me gustaría rapear frente a miles de personas y hacer un recital grande para usar la silla motorizada toda tuneada. Poder moverme y vibrar en un super estadio como el Luna Park. En Argentina primero. ¿10 mil personas? Estaría bárbaro. Poder concentrarme y soltar unos trucos difíciles de palabras en un freestyle; crear frases y meterme en portales con el nivel de conexión que encuentro en mi habitación. Que vean las habilidades. También deseo que mi trabajo gane dinero y pague los sueldos de las enfermeras. Que personas de un montón de países escuchen mis canciones, mis letras, que no se olviden de todo eso ni de la muerte.

—¿Sentís que estás abriendo un camino para otras personas que están en situaciones parecidas a la tuya y ahora se sienten alentados, reflejados?

—¿Decís? Puede ser, ojalá. No lo pienso, no lo hago con esa intención. Sí me fascina que los demás se sientan representados. Ojalá escriban, se expresen, se entreguen. Tomándoselo como un trabajo o como una forma de vivir. Me parece importantísimo apoderarse de la primera persona, jugársela. Contar historias. Contar historias. Contar historias.

Antes de terminar dice que le gustaría agregar dos cosas:

1-No creo en los lazos sanguíneos. Mi mayor referencia, digamos, es y fue Josefina Licitra. La talentosa de mi familia.

2-Extraño el hospital, las agujas.

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