Buenos Aires, 19/05/2024, edición Nº 5006
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El devastador crimen de Ramón Falcón y Juan Alberto Lartigau y una bomba que sembró el terror

El 14 de noviembre de 1909 Simón Radowisky mató al jefe de policía y a su secretario Alberto Lartigau. El funcionario estaba en la mira desde hacía tiempo por sus violentos métodos represivos de marchas obreras. Por su edad, tenía 18 años, el anarquista se salvó de la pena de muerte

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“Para que se haga hombre” fue la premisa dada por el padre del joven Lartigau a su amigo Falcón cuando le pidió que lo ayudase en su educación. Juan Alberto Lartigau, 20 años cumplidos el 21 de julio, era el único varón de una familia de nueve hijos, y se desempeñaba como secretario del jefe de Policía. Su papá Alberto -que centraba todas sus expectativas en ese hijo- había estado a cargo de la jefatura de La Plata. Con su familia vivía en la calle Paraná al 1200 frente a la plaza Vicente López y Falcón en la avenida Callao al 1000, en la casa de su hermano, también militar.

El coronel retirado Ramón Lorenzo Falcón, 54 años, viudo de Juana Elizalde, había sido nombrado en 1906 jefe de policía. Fue el creador de la escuela que llevó su nombre hasta 2006. Había sido diputado, estuvo en la campaña al desierto y había sido uno de los fundadores del Club Gimnasia y Esgrima de La Plata.

Había comandado en persona la represión a la manifestación anarquista de la Plaza Lorea, el pasado 1 de mayo, que había arrojado más de una docena de muertos y más de 150 heridos. Y también había ordenado la dispersión del multitudinario cortejo fúnebre, del día siguiente, cuando se dirigía al cementerio de la Chacarita. Dos años atrás había usado a los bomberos para desactivar una inédita huelga de inquilinos, en el que las mujeres tuvieron un papel protagónico.
El movimiento obrero pidió varias veces su renuncia, pero el primer mandatario José Figueroa Alcorta insistía que Falcón se iría el 12 de octubre de 1910, cuando finalizara su mandato presidencial.

Los anarquistas se la tenían jurada. El lo sabía pero aún así se manejaba sin custodia.

Ese domingo 14 de noviembre de 1909, Falcón se despertó temprano. Su joven secretario estaba, también desde la primera hora, en el despacho de su jefe, esperándolo.
Un joven anarquista, Simón Radowitzky, acechaba a ambos.

Esa mañana, Falcón fue al Departamento Central de Policía. Asistiría al entierro en el Cementerio de la Recoleta a darle la última despedida a su amigo Antonio Ballvé, que desde 1904 era el director de la Penitenciaría Nacional, de la avenida Las Heras.

Junto a su joven secretario irían en automóvil, pero como estaba descompuesto, usaron un carruaje Milord.

A las 11 de la mañana asistieron a la misa de cuerpo presente en la Iglesia del Pilar. Escucharon las palabras de despedida a cargo de Laurentino Mejías, quien había hecho su carrera en el cuerpo de Vigilantes y que se había retirado como comisario. Inmediatamente después de la inhumación, Falcón y Lartigau se retiraron antes de que lo hiciera el grueso de los asistentes. El coronel tenía otros compromisos, iría a su domicilio y Lartigau al suyo.
El carruaje, conducido por el cochero Isidoro Ferrari, un italiano que había ingresado a la policía en 1898, tomó Quintana. Cuando dobló por Callao, el portero y el chofer del general Aguirre, que vivía cerca, vieron cómo un hombre corría rápido detrás del carruaje y que llevaba un paquete en su mano. En un momento se creyó que algo se había caído del vehículo y que esa persona deseaba alcanzárselos.

Cuando se puso a la par por el lado izquierdo lo arrojó dentro, entre las piernas de los pasajeros. Inmediatamente se escuchó un terrible estallido. El artefacto, compuesto de un explosivo y de clavos, tuercas y pedazos de hierros, tuvo un efecto devastador.
La bomba provocó la destrucción del piso del carruaje lo que hizo que sus ocupantes, malheridos, se deslizasen al pavimento.

Falcón y Lartigau estaban conscientes. El coronel daba órdenes, que lo atendieran primero al muchacho, que persiguieran al terrorista. Lo pusieron sobre un colchón que alguien acercó; otros con torniquetes y con sábanas intentaban parar las hemorragias en las piernas de los heridos.

Con un catre improvisado, al joven secretario se lo llevaron al Sanatorio Castro y a Falcón a la Asistencia Pública. Ambos, cuando fueron internados, estaban en estado desesperante. A Falcón se le amputó la pierna izquierda, incluido parte del muslo. Pero, por la cantidad de sangre perdida, falleció a las dos y cuarto de la tarde. Mientras tanto, a Lartigau le habían amputado la pierna derecha. Murió a las ocho de la noche.
El agresor huyó por la avenida Alvear. Lo persiguieron los agentes Benigno Guzmán y Enrique Müller, el chofer José Fornés y el ordenanza Zoilo Agüero. Quiso esconderse en una obra en construcción pero, al verse acorralado, se disparó en la tetilla derecha y cayó al piso.

Se encontraron con un hombre alto, huesudo, con un incipiente bigote claro. Debajo de su saco negro llevaba una pistola, una veintena de proyectiles, además de dos cargadores. Ante las amenazas de sus captores, advirtió: “¡Para cada uno de ustedes tengo una bomba!”.

Lo llevaron a la enfermería de la Penitenciaría a curarse la herida superficial, y al otro día fue encerrado en una celda en la comisaría 15ª. Decía llamarse Simón Radowitzky, un ucraniano nacido en 1891, que había llegado al país en 1908. Primero se había empleado como mecánico del ferrocarril en Campana y ahora vivía en un conventillo de la calle Andes (hoy José E. Uriburu) y se ganaba la vida con trabajos de herrería y mecánica.
La justicia, a la espera de confirmar la identidad del agresor, lo nombró como “Equis”. Se sospechó que Radowitzky contó con un cómplice, que lo esperó en las cercanías, pero su identidad quedó en el misterio.

Se supo que alrededor de 1908 había emprendido el viaje a América, que se confundió de barco, que pretendía ir a Estados Unidos pero que terminó en nuestro país, aunque se desconocía a ciencia cierta el puerto de origen: si se había embarcado en el puerto de Riga, en un buque que vino directo a América del Sur, o en Hamburgo, Nueva York o Gran Bretaña.

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Falcón y Lartigau fueron velados en el Departamento Central de Policía. Fue multitudinario el cortejo por las calles porteñas hasta Recoleta, con calles, balcones y azoteas colmadas de personas que se descubrían al paso de la carroza fúnebre. Hubo varios discursos de despedida de los restos. El ministro del Interior habló por el gobierno; el comisario Oyuela, por la Policía; el intendente Güiraldes por la ciudad, el diputado Carlés por el Congreso, el teniente coronel Luis Cabrera, agregado militar chileno, por su país y Julio Rojas, por la juventud autonomista.

El ucraniano terminaría siendo condenado a muerte, aunque no se tenía certeza de su edad.

En la Argentina, la pena máxima no podía aplicarse a menores, mujeres y ancianos. Peritos médicos determinaron que tenía 22 años, que era mayor. Hasta que apareció su fe de bautismo que certificaba que contaba con 18 años. Le correspondió perpetua.

Estuvo 21 años preso, 19 de ellos en el Presidio de Ushuaia, y diez años los pasó en un calabozo aislado. Era el penado 155 y en una oportunidad intentó fugarse. Salvadora Onrrubia, la esposa de Natalio Botana, el director del diario Crítica, fue la que más hizo para lograr su libertad, urdió planes de fuga y convenció al presidente Hipólito Yrigoyen de incluirlo en una lista de un centenar de indultados el 14 de abril de 1930. Obligado a abandonar el país, luego de un paso por Uruguay, se enroló en las brigadas internacionales durante la guerra civil española. Cuando cayó la República, se radicó en México, donde trabajó en una fábrica de juguetes. Murió a los 64 años de un ataque cardíaco.

Los restos de Falcón y Lartigau descansan en el Cementerio de la Recoleta, uno enfrente del otro, sobre la calle Azcuénaga y Vicente López. El 14 de noviembre de 2018 dos anarquistas intentaron volar su sepulcro con caños rellenos de pólvora, que terminó hiriéndolos gravemente. Habían dejado un cartel con la leyenda “Simón vive en el corazón de lxs insurrectxs”. Más de cien años después, había gente que pensaba que la violencia era el camino, y nunca entendieron que en realidad es un callejón sin salida.

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