Buenos Aires, 07/09/2024, edición Nº 5117
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Nicolás Angellotti, el joven cura villero de la 1-11-14

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Nicolás Angellotti tiene 28 años y es uno de los curas villeros más activos de la actualidad. Reside en la villa 1-11-14 del bajo Flores.

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(Barrio de Flores) En la villa 1 11 14 la palabra no alcanza. Los tres curas que trabajan ahí ponen sus cuerpos para servir, escuchar, estar y hacer. El más joven del equipo, Nicolás Angellotti o el Tano, más habituado a estos quehaceres, se queda mudo ante muchas preguntas que requieren que hable de sí mismo. “No estoy acostumbrado. No me gustan estas cosas”, dice.

Ya nos advierte la mujer de pelo rojo fuego que nos guía hacia él un lunes a la mañana por las calles de la villa del Bajo Flores, por donde husmean una decena de perros flacos. “¿Con el Tano vas a hablar? ¡Qué raro! El nunca habla con la prensa.”

Otro anticipo llega de boca de una persona dedicada al trabajo social en las villas de emergencia de Buenos Aires hace más de siete años. “Es el pibe que más cosas está haciendo hoy en la villa. Es impresionante. No para. No sé cómo se llama. Le dicen el Tano. Y tiene mucha facha, ¿eh? ”

El Tano tiene 28 años y facciones delicadas que contrastan con la rusticidad del cuartito donde transcurre esta entrevista. Ojos verdes, sonrisa blanca y suficiente abrigo para pelearle al frío, aquí más húmedo y agresivo por los techos de chapa y las calles agujereadas de charcos.

Es cierto. Es de pocas palabras. Apoya un adoquín en el suelo para cerrar la puerta y libera frases cortas que concluye con un movimiento de manos. Pero a veces ni esas manos que no se quedan quietas lo ayudan a describirse. “No sé. No puedo.”

Acto seguido, extiende dos copias de El diario de la Virgen, que se imprime en la villa. “Quizá por las obras te puedas llevar algo más concreto.”

Al Tano le gusta lo concreto: inaugurar una capilla, construir un hogar. “Tiene que ver con la fecundidad. Hasta debe tener que ver con el celibato. Uno está llamado a dejar una obra”, entiende este integrante del Equipo de Sacerdotes para la Villas de Emergencia, también llamado curas villeros, que trabaja desde los asentamientos de la ciudad. Esta red está formada por 22 sacerdotes que eligen vivir en las villas de la ciudad de Buenos Aires para acompañar y, si es posible, alejar a los jóvenes de la droga, y lograr su reinserción social. Al principio eran la mitad, pero a pedido del entonces arzobispo de Buenos Aires, hoy papa Francisco, el grupo fue creciendo.

Tanito: la riqueza de los pobres está en la grandeza de los curas villeros que entregan su vida por el pueblo, por eso tu casa en el bajo siempre estará, se leía en el cartel que sostenían los vecinos que asistieron a su ordenación como cura hace un año largo.

Nicolás Angellotti nació en una familia de clase media y tenía 17 años cuando conoció al padre José María Pepe Di Paola. Estaba en quinto año del colegio y quedó impresionado. Tanto que al poco tiempo lo siguió para trabajar como voluntario en la villa 21 de Barracas. Lo vio levantando a un chico de la calle, probando la sopa del comedor, celebrando una misa. Activo, carismático, trabajador y líder, Pepe se convirtió en un ideal a seguir.

“Su testimonio fue muy fuerte. Empecé a trabajar en la parroquia de Caacupé y quise ser cura. Ahí nació el deseo: en la cancha. Él me invitó a hacer la experiencia de la vida en la parroquia, una vida comunitaria y con mucho trabajo. Ahí me di cuenta. Me hacía feliz.”

Nacido y criado entre Palermo y Villa Crespo, fanático del fútbol y de la vida al aire libre, el Tano, que se había anotado para hacer el profesorado de educación física, nunca pensó en ser cura hasta ese momento. Eso era imposible. “De chicos éramos muy revoltosos. Creo que si no hubiera encontrado a Jesús detrás del dolor hubiera terminado en cualquier cosa.” Y sigue repasando su adolescencia: “En la secundaria tuve novia, todo. Pero el planteo de ella era que yo estaba todo el día en la parroquia. Ser cura te consume todo el corazón. No hay lugar para otra cosa. Dios te agranda el corazón para aguantar el dolor, para dar más a más gente”.

Nicolás no va a ayudar a los pobres a la villa. Es un vecino que comparte la vida completa en la 1 11 14; los días de sol, la desgracia que toque. “Somos hermanos en el mismo nivel. Desde chico mi familia me fue inculcando eso de estar cerca del que sufre. Lo más lindo que tiene un cura es el cariño frente al dolor. Somos familia. No los miramos desde la vereda de enfrente”, dice el Tano, que antes trabajó en la 21 de Barracas, en la villa Misericordia de Mataderos y en la 20 de Lugano.

Sus días empiezan temprano con un recorrido por las ranchadas, donde están los chicos fumando paco. “Se sale con un pan y con un rosario para los que están en los pasillos consumiendo”, explica su tarea incansable en el centro de recuperación de adictos Hogar de Cristo, donde asisten a más de 500 chicos. “Después, en algún momento, ese pibe quiere salir, porque a nadie le gusta vivir en la calle, y tenemos un lugar. Ahí van y duermen, se encuentran con una mínima estructura: una toalla, un cepillo de dientes. Así levantan el valor propio de la vida. Hay que sacarlos de la marginación.”

Durante el encuentro con la Revista, al Tano lo buscan tres veces. Golpean la puerta y piden hablar con él. Y las tres veces se para en el acto y sale. “Estoy gastando la vida en cosas que valen la pena. Lo que se descubre con la vocación de cura es que uno puede tirar toda la carne al asador. No hay desperdicio.”

La noticia de la asunción del papa Francisco lo sorprendió acompañando a una mujer, ex adicta y en recuperación, y a sus tres hijos, a quienes les habían tomado la casa. Ese día, cuenta, la villa era una fiesta. “A mí el Papa me lavó los pies, comió mi chipá, tomó mi mate, me bendijo la casa, decían acá. La gente lo siente como el papa de los villeros. Creo que ahora con Francisco hay una levantada de vocaciones y para mí ser cura es lo más grande que hay”, se enorgullece el Tano y, luego, cita una oración del padre Mugica, otra figura que sembró en él las ganas de ser cura: Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro. Yo me puedo ir, ellos no.

Fuente consultada: La Nación

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